Detrás de la capucha

Esta crónica, en clave de elegía, cuenta la historia de Julián Andrés. Un niño que creció en la Comuna 13 de Medellín, pasó la mayor parte de su corta vida caminando sobre mapas dibujados por sangre, resistió al olvido estatal a través de las luchas sociales y murió en una protesta, en las afueras de la Universidad de Antioquia. A dos años de su muerte, este recuerdo de su vida es como un homenaje.

Fotografía: Rubén Torres.

Por: Sara Botero Restrepo

 

Con un ideal, esa fuerza tenebrosa invertida en el crimen,

se habría podido encarnar en un líder al estilo Bolívar, Zapata, o Fidel Castro[1].

 

En 1999, Julián Andrés abrió por primera vez sus ojos. Había nacido el hijo de María Elena y del barrio la Loma de la Comuna de 13 de la ciudad de Medellín. Desde ese día su destino ya estaba marcado; tenía solo dos caminos a seguir; engrosar las filas del grupo armado de turno o ser parte de la resistencia de la cual su madre había sido líder muchos años. Hablar de resistencia en este territorio, es decirle no a la persecución, no al hambre, no a la injusticia, no al silencio estatal.

El 16 de octubre de 2002, aquella loma de la zona occidental de la ciudad, hogar de Julián Andrés; enmudeció por unos segundos, la luz eléctrica fue cortada y los golpes de las botas contra el pavimento hicieron eco en las calles. Fue el inicio del infierno en la tierra. El terror y la zozobra que por años azotaron la ruralidad, había llegado a la urbanidad.

Por tres días seguidos, las balas rosaron las ventanas de las casas, las puertas fueron derribadas y los jóvenes fueron sacados de sus hogares. Esposos, hijos, nietos y hermanos fueron asesinados. Los gritos, plegarias y llantos no fueron escuchados. Aquellos días de octubre, el horror y la muerte reinaron. El Estado a través de la operación Orión cambió el dueño del barrio; los guerrilleros fueron sacados y los paramilitares se instalaron. Julián Andrés tenía 3 años.

A pesar del nuevo régimen impuesto; María Elena conservó el mural del Che Guevara que tenía en su cuarto. Aquella soñaba con un país mejor, un país donde las oportunidades fueran para todos y donde cada persona tuviera el mismo valor. En aquel horco que cambia de diablo, pero no de métodos; tener miedo no era una opción.

Al lado de su madre, Julián Andrés fue partícipe de las causas más nobles y desinteresadas; como recoger cocas con comida en las casas de madres, esposas e hijas trabajadoras que tenían a sus seres amados recluidos en la cárcel. Hombres y jóvenes que fueron señalados de guerrilleros y blanco militar por no colaborar con la “vigilancia privada”. Los días domingo María Elena y Julián Andrés cumplieron la misión de llevar esperanza a la cárcel; recordándoles a los presos a través de la comida el calor de hogar.

Pero si a los vivos se les ayudaba, a los ausentes no se les olvidaba. En la Parroquia San Vicente Ferrer; el Párroco y María Elena convocaron una iniciativa de paz. Su objetivo era construir memoria en torno a las víctimas del conflicto armado en la Comuna 13 de Medellín. Julián Andrés se encargó de recibir a multitud de personas las fotos de los rostros que la guerra había silenciado. Por varios días se escucharon los testimonios y relatos de las familias, las madres lloraron a sus hijos, se prendieron velas en torno a los desaparecidos y se pidió en voz alta a los victimarios decir la verdad.

Como pasa con los pájaros, Julián Andrés creció y voló con alas propias. Era un joven apuesto, inteligente y deportista. Cauteloso ante los peligros, pero jamás ajeno o esquivo ante las realidades que en su barrio se vivían. Admirador implacable de Aureliano Buendía, aquel Coronel que, en Cien años de soledad libró 32 batallas fallidas en la búsqueda de justicia. Soñador como aquel coronel, Julián Andrés tenía la convicción de que el mundo que habitaba podía ser mejor.

Sabía que el cambio que soñaba debía empezar de abajo hacia arriba y que los pequeños actos cambiaban vidas. Se convirtió en el “líder del huevo”; no era extraño en las calles de la 13 ver a este joven recolectando huevos de puerta en puerta. Cargar cuesta arriba en sus hombros la donación brindada; a fin de realizar trueques con ésta en las tiendas aledañas. Así Julián Andrés, lograba obtener harina, panela, arroz, frijoles y lentejas; con los cuales, saciaba el hambre de aquellos que en su barrio no tenían la posibilidad de tener tres comidas al día.

Los grupos artísticos y sociales empezaron a apoderarse del territorio. La 13 empezó una transformación gestionando los conflictos a través del arte, el deporte y la música. Era un grito de resistencia en medio de amenazas latentes; sus calles se llenaron de colores y el Graffiti Tour atrajo innumerables turistas extranjeros. Algunos de ellos con ganas de conocer hasta el último rincón de la comuna.

Así entonces, llegaban a La Loma, el punto más alto y con la mejor vista de la ciudad de Medellín. Los vecinos del barrio llamaban a Julián Andrés para comunicarse con los extranjeros. Su dominio perfecto del inglés le permitía ser el puente de conexión para mostrar, además de los graffitis, los proyectos productivos comunitarios, los rostros de los desaparecidos y las luchas de su gente. Julián Andrés se convirtió en la voz de su pueblo, puesto que todo aquel que llegaba a este lugar salía siendo un portador de mensajes sobre la resiliencia de una comunidad que por años estuvo en las sombras.

El deporte fue el opio de Julián Andrés. Consagrado estudiante de Educación Física de la Universidad de Antioquia, vio en el futbol una oportunidad de superación. Se convirtió en formador de niños. Este carismático líder juvenil a su corta edad era profesor del club Forjadores de Sueños, perteneciente a la Asociación de Barras del Deportivo Independiente Medellín, Asobdim.

El contexto donde nació, el espejo de su madre, las transformaciones y colectivos sociales que lo permearon, sus propias iniciativas, su vocación de educador y su espíritu crítico desarrollado en la Universidad de Antioquia, hicieron de Julián Andrés un joven inconforme. Rasgo que compartía con muchos jóvenes de la ciudad y del país.

Un país donde la juventud estaba embriagada por la falta de educación gratuita y de calidad. Indignada por el sistema de salud colapsado. Agobiada por el desempleo juvenil. Cansada de la corrupción estatal e insatisfecha con un gobierno incapaz de hacer efectivos los acuerdos de paz que se llevaron a cabo en la Habana. Aquellos que prometían una paz, estable y duradera en el territorio.

El 21 de noviembre de 2019, fue el inicio de un momento histórico para Colombia. El pueblo multitudinariamente salió a la calle a reclamar sus derechos. Se había declarado el Paro Nacional. Julián Andrés participó activamente de estas protestas. Sus gritos y cantos de arengas junto a sus amigos, fueron escuchados en las calles de la ciudad de Medellín. Aclamó y bailó con las manifestaciones culturales que se presentaban en la misma. Su sonrisa fue protagonista de diversas fotos que la prensa tomó de esta expresión social. La euforia había invadido todo su ser. Julián Andrés, era testigo de aquello que tanto se anhelaba: un cambio de consciencia.

Las marchas se mantuvieron el resto del mes. El gobierno colombiano utilizó la fuerza para reprimirlas. El poder déspota se negaba a sentarse en la mesa a negociar con los líderes de la protesta social. En el ambiente se sentía una sensación de impotencia; el pueblo reclamaba, pero el gobierno no escuchaba. Julián Andrés veía ante sus ojos cómo la protesta pacífica no era tenida en cuenta; cómo el pueblo era ignorado por sus dirigentes; cómo sus anhelos se iban desvaneciendo. El mes más alegre del año fue recibido por éste con un taco en la garganta.

El 2 de diciembre de 2019, en un ambiente enrarecido de protestas, un grupo de jóvenes en la calle Barranquilla a las afueras de la Universidad de Antioquia, con sus rostros cubiertos con capuchas y uniformados de negro, se dispusieron a cerrar las vías como expresión de inconformidad ante los recientes sucesos.

En cuestión de un abrir y cerrar de ojos, un estruendo retumbó y consternó a todos aquellos que se encontraban alrededor de la Universidad de Antioquia. En el suelo de la calle Barranquilla yacía el cuerpo de un joven mal herido por la explosión de un morral que contenía en su interior explosivos artesanales. La confusión reinó; una angustia inexorable se apoderó de todo el lugar. Aquel joven encapuchado falleció horas más tarde en el Hospital San Vicente de Paul.

Ese día fatídico Julián Andrés había emprendió su última batalla. Como aquellas en las que había participado Aureliano Buendía, con el deseo incesante de no rendirse ante la adversidad. Aquel 2 de diciembre de 2019, el hijo amado, el líder social, el profesor de futbol, el portador de mensajes, el excelente estudiante, el joven soñador Julián Andrés… perdió la vida a causa de la insensatez de un Estado opresor. Al igual que Gonzalo Arango sobre Desquite[2], me pregunto sobre la tumba de Julián Andrés en el cementerio San Javier: “¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?”.

Hoy, en el segundo aniversario de su muerte, Julián Andrés sigue presente en mis pensamientos. Me cuestiono sobre ese joven propositivo de espíritu rebelde; pues él era sin lugar a dudas un gran líder. Su partida es y será siempre una perdida invaluable para la sociedad. Pero su ausencia nos recordará que somos los responsables del cambio y que debemos realizar acciones concretas para transformar la realidad. El legado de Julián Andrés estará siempre presente en los actos diarios y desinteresados que realicemos con amor por el otro. Seguir su lucha de tener un país más justo y digno hará que su memoria nos habite siempre.

 

[1] Elegía a Desquite. Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993, p.p.: 42 – 44.

[2]  Elegía a Desquite. Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993, p.p.: 42 – 44.