Por: Róbinson Úsuga Henao
Cuando la venta fue buena se siente menos el cansancio, pero cuando fue un día de porquería la sensación física también está acompañada de una poderosa frustración. Suelen ser trabajos aburridos pero que se hacen por supervivencia. Sé que en una ciudad tan flamantemente desigual, como Medellín, muchas personas están en una posición más que cómoda, con su buen salario y quizá trabajando desde su casa. Deseo que esa buena fortuna no les nuble la empática perspectiva.
Yo me identifico con los vendedores ambulantes porque, aunque mis días oscilan ahora entre trabajos que me agradan, como reportero, escritor, diseñador, fotógrafo, ilustrador o tallerista de estas áreas, tuve mis tiempos de fatiga en la calle. Primero como vendedor de paletas. Solía acompañar a mi madre a las procesiones de Semana Santa, donde gritábamos «paletas, paletas, paletas», mientras el padre echaba sus oraciones del viacrucis. Los cajones de paletas son pesados y por eso sudábamos a chorros debajo del calor. Nunca ganamos suficiente por ese arduo trabajo.
Mamá me enseñó que los primeros días de diciembre no eran para descansar, sino para vender las velas que iluminarían los vecindarios en el tradicional Día de las velitas. Ella surtía decenas de paquetes y me los entregaba en una caja que yo debía echarme a los hombros para andar después por los barrios de la Comuna 13, gritando «velas, velas, velas».
Aunque algunas personas, que por lo general no compraban, se burlaran preguntando «¿Avelas?», uno ponía siempre-siempre su mejor actitud porque de nada sirve tener mala actitud si estás de vendedor en la calle. Nunca gané suficiente en ese arduo trabajo. Más aún porque la mayor ganancia era para mi madre.
Desde los diez años de edad aprendí a ganarme la vida afuera del cementerio San Pedro. Allí vendía cintas para pegar las flores que los dolientes compraban para adornar las lápidas de sus difuntos. Lo hacía los domingos y nunca gané lo suficiente con ese arduo trabajo: la mayor parte era para ayudarle a mi madre.
Me puse a hacer la lista de otros trabajos en la calle y encontré que fueron diversos: vendedor de chance puerta a puerta, repartidor de volantes de comida china puerta a puerta los sábados y domingos, vendedor de collares y pulseras, vendedor de flores en los Días de la Mujer y del Amor y la Amistad, vendedor de tenis y vendedor de buñuelos a la salida de la iglesia del barrio El Salado en la Comuna 13 de mi ciudad, Medellín.
Todos esos trabajos tenían para mí algo en común: eran terriblemente aburridos y nunca se ganaba lo suficiente. Escasas monedas para los bolsillos. De continuo me hacía la misma pregunta que solía atormentarme profundamente: ¿Será que me quedaré de vendedor la vida entera?
Hasta que ingresé a la Universidad de Antioquia a la carrera de periodismo y obtuve aquel primer y extraordinario trabajo que no implicaba ventas en la calle: me convertí en auxiliar administrativo. Se ganaba poco, pero era algo sencillo: elaborar documentos y sacar fotocopias. Fue un giro importante en mis trabajos y mis días.
Siempre he pensado que al final se trata de eso, de encontrar un trabajo u oficio que, aunque difícil, tenga que ver contigo y encuentres satisfacción en hacerlo. Ningún trabajo es sencillo, pero me alegra y enorgullece saber que lo he encontrado: ahora soy un escritor y un profesional de la comunicación y mis trabajos son de esa naturaleza.
¿Pero cuántos hay que aún no lo logran salir de esos trabajos terribles en los que se sienten como encadenados?
A veces a escucho a esos vendedores pasar por mi vecindario y presto atención a lo que ofrecen para ver qué puedo comprarles. Lástima que en ocasiones pasen demasiado rápido y no me alcance al tiempo para extenderles mi mano amiga.