Por: José Daniel Palacios Restrepo
“Tu boca
Dame tu boca
Para qué la quieres
tu boca linda
si no le enseñas a besar”.
-La Sonora Matancera
Dos amantes se besan mientras una tela les oculta el rostro. Un hombre y una mujer –tal vez por su ropa– se funden en el anonimato de un beso que no revela sus labios. En el fondo hay una noche negra llena de nubes oscuras. Los amantes de René Magritte podrían predecir un futuro donde besarse es apenas un riesgo, una disrupción, un grito desesperado de dos personas que se juntan cuando todos se alejan. Pero no lo hacen.
Cincuenta y dos años después de que Magritte ofreciera sus dos versiones de los amantes (porque existe otra pintura donde los mismos dos posan uno al lado del otro), John Lennon besa a Yoko Ono en una mejilla, con los ojos cerrados y el cuerpo desnudo pegado a su último amor antes de morir asesinado al salir de la sesión de fotos con Annie Leibovitz, el 8 de diciembre de 1980.
Como ese, otros besos han pasado a la historia como los últimos, o los primeros, o los inolvidables: el de un marinero y una enfermera en el final de la segunda guerra mundial, retratado por Alfred Eisenstaedt en Times Square; dos técnicos eléctricos en El beso de la vida de Rocco Morabito (que además ganaría el premio Pulitzer en 1968) y una escena donde Madonna, vestida de frac, besa a dos novias vestidas de blanco –Britney Spears y Christina Aguilera– en los VMA de 2003.
Aunque algunas veces los que se besan no lo saben, hay muchas cosas que pueden pasar con una de esas caricias entre dos labios. En especial, un beso de diez segundos puede transferir ochenta millones de bacterias, como lo escribe Smitha Mundassad en un reportaje para BBC Mundo en 2014, donde con las cifras de la Organización para la Investigación Científica Aplicada (TNO) de Holanda, muestra además que la micriobiota salival (que son las bacterias no patógenas que viven en nuestra boca) pueden llegar a ser la misma en una pareja que se ha besado ya muchas veces, y que en sus gérmenes se van convirtiendo en un solo.
Ocurre también que hay quienes explican que este contacto ha heredado características de la supervivencia, como Gordon Gallup, que en un estudio para la Universidad de Albany en Estados Unidos, asegura que un beso también intercambia información química que le permite al otro saber si su pareja tiene algún grado de compatibilidad genética. Pero no todos se besan para saberse compatibles.
Los hay en la boca, apasionados, de esos que se demoran más de diez segundos. Los hay cortos, con pena. A veces rutinarios por la mañana y por la noche. Hay algunos que se dan a escondidas, con los ojos abiertos. Hay otros que se dan entregados al mundo de los ojos cerrados. Hay besos que se dan en la frente, como los que dan las mamás a sus hijas con ternura. Los hay en la mejilla, por decencia y costumbre. Hay besos de tres, claro. Los hay sin querer y no correspondidos. Los besos han sido parte de la historia humana desde hace miles de años, con rastros en publicaciones que van desde el Kamasutra, escrito por el Vatsiaiana hace más de mil años, hasta el Talmud de los judíos, mencionando el beso de Dios.
Esas conexiones, de cualquier manera, han dejado paso en muchas creaciones humanas: besos ficticios como el recreado en frente del Hotel de Ville en Paris por el fotógrafo Robert Doisneau; besos apasionados como En la cama: el beso de Toulouse y otros como la obra de Edvard Munch, que pinta en 1897 a una pareja debajo de una noche azul que funde sus rostros en uno solo, entre las cortinas de su habitación y las luces de las casas de afuera.
El arte ha servido entonces, por ejemplo, para ilustrar esos momentos de eternidad limitada en que dos se detienen congelados en una imagen que otros observan para siempre en un museo, como Psique reanimada por el beso del amor en el Museo del Louvre, mientras otros se exhiben en la calle para crear escándalos necesarios, como El beso de los policías de Bansky.
En la nueva realidad, como algunos se refieren a un mundo que atraviesa una pandemia como el coronavirus, es apenas necesario acordarse del pasado. Esa otra normalidad –que por fortuna o desgracia cambiará algunas cosas– pareciera convertirse también en un ejercicio de nostalgia de lo que antes pasaba. Pero no es nuevo: la Peste de Justiniano, la primera de la que se tiene constancia según una recopilación escrita por Guiomar Huguet Pané para National Geographic, diezmó el 40% de la población de Constantinopla; la peste negra redujo la población europea de 80 a 30 millones de personas; la viruela desfiguró a miles hasta ser la primera erradicada por una vacuna, y el VIH ha cobrado veinticinco millones de vidas en todo el mundo con un virus transmitido por el contacto con fluidos corporales y que hasta hoy no tiene cura. El pasado es entonces apenas una ilusión de la imaginación humana congelada en la belleza de un beso como el de Pigmaeleón y Galatea que podría ser esa realidad idílica del amor, cuando la vida se parece más –irremediablemente– a El beso de la muerte en el cementerio de Poblenou, Barcelona.
Para Juliana Castrillón Mazo, directora estratégica de Conexpresión, las conexiones corporales entre seres humanos tienen mucho que ver con nuestro plano espiritual. Y son esas cosas –que no se ven– las que parecieran determinar algunos de los interrogantes sobre las pandemias del mundo. Desde por qué nos contagiamos, hasta por qué cuando la vida parece normal estamos inherentemente juntos. Castrillón lo ejemplifica con la naturaleza: los árboles en su hábitat conectan entre sí sus raíces para compartir nutrientes. Esto lo aseguró Suzanne Simard en la Universidad de Columbia, al enfatizar que en los bosques, los arboles crean redes que les permiten intercambiar nutrientes como minerales, agua y carbono. Nada distinto somos los seres humanos que, por otro lado, nos alimentamos, según Castrillón, de cosas como el prana, considerada la energía vital. Y aunque esta energía es rechazada por la comunidad científica por carecer de fundamentos que prueben su existencia y consecuencias, corrientes como el hinduismo la han profundizado desde sus inicios.
Juliana explica que la energía vital existe en algunas cosas como el aire, el agua, la energía solar y las caricias. Es así como esa energía, que es la que nos mantiene vivos y la que transmitimos a otros, también está en las conexiones energéticas que dos personas pueden alcanzar. El beso es una de ellas. Una caricia entre dos labios. Un intercambio de información.
Con conexiones, antecedentes y líos del pasado, los besos siguen sucediendo. Ocurren, por ejemplo, en La femme Danée o La mujer condenada de Octave Tassaert, una pintura donde una mujer es besada por tres personajes –que es imposible identificar como hombres o mujeres– en la boca, en el pecho y en la vulva. La pintura, condenada como obscena en el mundo de 1859 explora ese placer completo de una mujer sobre un fondo azul, despojada de túnicas y entregada a un placer que parece disfrutar con los ojos cerrados.
Por eso también los hay en el cuerpo. Silenciosos. Besos que recorren cada rincón como visitando un territorio desconocido. Los hay húmedos, de recorrido sobre la piel que se eriza. Los hay en todas las partes del cuerpo, no solo en los labios. Y también los hay estancados en el tiempo: los primeros que se dan con torpeza, los que ocurren con un amigo por experimentar. Los de la primera relación.
También hubo uno último antes de la cuarentena para muchos que no podrían violar el aislamiento. Ese beso tendría un lugar especial, privilegiado, para los que no pueden verse –o ya nunca podrán– con ese otro al frente de sus labios. Para Angie, el último fue su primera vez: el viernes antes del anuncio del presidente ella esperaba sentir las mariposas de los libros, pero no sintió nada; Santiago estaría casi al mismo tiempo en un bar en el centro de Medellín viviendo un beso y un amor que le duraría solo esas horas –sin saberlo– sintiendo más que lo que se hubiera escrito en un libro, y en otra parte de la ciudad, lejos de los dos, alguien más besaba a su pareja en medio de la sala de su casa, en un campamento improvisado que ya no podría ser en un monte lejano. Así, los últimos besos antes de empezar la cuarentena se parecen a la red que construyen los bosques entre sí: raíces que se preparan juntas para el mundo en el que viven.
Como los hay públicos también han existido privados. En la oscuridad. Besos que no se atreven a aparecer en la luz del día. Existen algunos que no lo hacen porque no quieren, otros porque la sociedad los condena con su juicio permanente. En medio de una pandemia, un beso en público podría ser una muestra irresponsable, la caricia de un contagio, el peligro de la muerte que se lleva a un porcentaje de los que se infectan.
Por todo eso: por las posibilidades y los que se han dado entre sueños, por los que ya nunca sucederán o que se imaginan tantas veces hasta que ocurren, es que los besos no se borran de casi ningún renglón de la historia. Sobreviven impávidos a las normas de quienes deciden incluso prohibirlos. Están también en las letras de la música que los eterniza en un enamoramiento como el de Fito Páez en 11 y 6 o la súplica de Los Panchos en Mil besos, que se lamentan de haber entregado el corazón en una caricia así.
Los hay en movimiento, como los de Jorge Drexler en Todo se transforma, de caramelo como los de Rodolfo Aicardi y mágicos como los del Grupo Niche en La magia de tus besos.
Podríamos preguntarnos si el coronavirus nos va a quitar los besos. Si una pandemia con más de cuatro millones de infectados podría llevarse para siempre el momento que Fernando Molano describe en Un beso de Dick, el “(…) momento cuando uno cierra los ojos para dar un beso, y uno como que puede ver al otro por los labios y no por los ojos”, el momento de “repasar con los labios lo que –uno– ha estado todo el tiempo estudiando con los ojos…” Pero solo sabremos que algunos aspectos de la condición humana son impredecibles. Que existe para cada pandemia una eventual tregua; que esta no fue la primera y ciertamente no será la última. Que aun así hay quienes se proponen besarse, como en el video de Residente Antes de que el mundo se acabe.