Por: Ludwing Cepeda Aparicio, en Twitter como @LudwikDecimo1ro
Lo políticamente correcto era no sembrar pánico ni desestabilizar a la población. Eso hicieron en un comienzo muchos líderes políticos, figuras públicas e incluso intelectuales de gran renombre, quienes se apresuraron a invisibilizar el caos epidemiológico, y contribuyeron al performance de que no sucedía nada. Lo políticamente correcto era ignorar a los agitacionistas y sus alarmantes rimbombismos verbales de mal agüero. Lo políticamente correcto era mantener el curso normal de la sociedad, las instituciones, la vida social, en especial, no resquebrajar la economía ni los mercados.
El 26 de febrero, cuando el número de infectados en Italia ascendía a los 470 casos, el filósofo italiano Giorgio Agamben publicó una columna titulada «La invención de una epidemia», donde denunciaba una «emergencia frenética, irracional y del todo inmotivada por una supuesta epidemia». Agamben acusaba así la realización de un estado de excepción, la militarización de las comunas, la limitación de la libertad, la interrupción de la vida normal y del trabajo, medidas que, a su juicio, resultaban desproporcionadas y hacían mucho daño, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una epidemia gripal común, más exactamente, de una «invención». Agamben estaba convencido de que la idea de la epidemia era un «pretexto ideal» para inducir el pánico en los individuos. Es decir, la epidemia era una estrategia de manipulación que legitimaba ampliar los límites del estado de excepción y ejercer un mayor control. Así, por ejemplo, se podía excluir a las personas de transitar por ciertos lugares, prohibir huelgas y manifestaciones políticas, incentivar el nacionalismo, etc. Si de sembrar sospechas acerca del control y de la participación del Estado como agente del orden social se trataba, fantasmas no hacían falta.
El filósofo italiano, quien seguramente no tenía la menor idea de la catástrofe que estaba arrasando en China y que empezaba a extenderse a gran velocidad a muchos otros países, se confió ciegamente del diagnóstico del CNR (Consiglio Nazionale delle Ricerche), que días antes había emitido una declaración pública en la que afirmaba que no había «una epidemia del Sars-Cov2 en Italia» y en la que si bien se reconocía que había sufrido «una gripe infecciosa», esta «podría causar síntomas leves en el 80% de los casos». Dicho pronunciamiento del CNR le caía a Agamben y a su frivolidad como un anillo al dedo, que le daría el poder delirante de invisibilizar la catástrofe, y reconocer, en cambio, que «habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia podía ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites».
El daño que el CNR y Agamben pudieron haber causado en la azotada población italiana es incalculable, pues tales mensajes transmitían desconfianza hacia el Estado y los medios de comunicación, y dejaban en su lugar la sensación de que no acechaba ningún peligro, lo que promovería que las personas continuaran sus vidas con entera normalidad, sin tomar medidas para evitar la propagación del inminente agente asesino que en pocos días destrozaría aquella nación. Tan solo un mes después, el 26 de marzo de 2020, Italia había sobrepasado a China, con más de 80.000 contagios y más de 8.000 muertes, récord funesto que lo convirtió en ese momento en el tercer país con más contagios en el mundo y el primero con más muertes en el planeta. Sin duda, tanto el Estado como la sociedad habían obrado de manera irresponsable. Más allá de este caso, cabe reconocer que el negacionismo era una constante generalizada y uno de los errores más graves cometidos en diversos países para contener el caos epidémico. El error de querer actuar conforme a lo políticamente correcto. Y lo correcto, según se entendía, era sospechar de las cifras de muertes y contagios, demonizar al Estado, o que el Estado mismo errara por omisión y falta de radicalidad.
Sin embargo, el covid-19, que no sabía de buenas maneras, de hecho, tenía no poco de políticamente correcto. Por eso muchos no lo vieron acercarse y solo lo percibieron cuando había hecho numerosas metástasis en sus ciudades y municipios. Sin embargo, lo más indicado habría sido blasfemar a los cuatro vientos que venía la catástrofe. Que vendrían tiempos de guerra y que miles de personas perderían sus empleos, quebrarían sus empresas, y habría cientos de miles de muertes, y el mundo caería en la desesperanza. Este lenguaje, además de sincero, habría tenido el efecto de mitigar el impacto de la catástrofe, pues el pánico nos habría llevado a actuar con mayor rigor. El temor, demonizado desde tiempos inmemoriales, podría también unirnos, solidarizarnos unos a otros, y ser un poderoso mecanismo de sobrevivencia en condiciones adversas.
Desde esta línea de pensamiento, lo correcto era entonces hacerse a una dosis del lenguaje insano de los blasfemos y alarmar a la población desmintiendo la idea de que se trataba nada más que de una «gripita», como señaló Jair Bolsonaro, presidente de Brasil; o una «corona gripe» y un «virus chino», como afirmó Donald Trump, el primer mandatario de los Estados Unidos, restando así toda importancia al asunto y dando a entender que era un problema que no trascendería más allá de China o Asia, es decir, una realidad lejana a la potencia norteamericana. En muchos otros países, los mandatarios tuvieron actitudes y respuestas similares, y desestimaron el caos que se avecinaba, entre ellos España, Italia, Reino Unido, Japón, México, Chile, Nicaragua, entre otros.
En realidad, en Occidente, pocos países tomaron cartas en el asunto desde un primer momento. La mayoría apenas empezó a actuar a partir del 11 de marzo de 2020, día en que el covid-19 fue reconocido como una pandemia por la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, ya era un poco tarde para actuar, y al finalizar el mes las cifras se habían multiplicado más de siete veces, al pasar de 118.629 contagios y 4.292 muertes el 11 de marzo a 859.868 contagios y 42.375 muertes el día 31 de ese mismo mes. Un incremento alarmante, que paralizaría el planeta entero y haría que las principales calles de las grandes capitales del mundo, lucieran absolutamente vacías y estáticas, convertidas en fantasmas arquitectónicos corroídos de silencio y agonía. Una temible distopía hecha realidad.