
Por: Mariluz Palacio Úsuga
Valeria tiene una mirada pícara y vivaz, es extrovertida y cálida. Juan Jo -como todos lo llaman- es un tanto enigmático, pero sus ojos grandes de un negro penetrante reflejan esperanza.
Cuando los conocí, los vi llegar con el ímpetu propio de su edad. Entonces yo acompañaba un curso de emprendimiento social y creativo diseñado por la organización inglesa In Place of War (y la Universidad de Manchester) e implementado por la corporación Lluvia de Orión en la Comuna 13 de Medellín. Ellos hacían parte del curso. A simple vista se observaban llenos de alegría, pero tras el brillo de sus miradas se escondía una historia difícil, a la que sin entender debieron enfrentarse desde niños.
Cuando les pregunto por su infancia la definen con una palabra: «mala», si se mira -como lo dice Valeria- «a ojos generales de una familia clásica». Crecieron viendo a sus padres «metidos» en los combos, siendo microtraficantes, pero también consumidores. Fue el trabajo y el medio «fácil» que escogieron para llevar el dinero a su casa.
Pese a todo, siempre fueron padres muy presentes. Creían que, al ocultar la verdad liberarían a sus hijos de ese mundo de excesos. Valeria aclara que: «fue como una especie de venda hacia esa realidad que nosotros ya sabíamos que existía». «Palpábamos todo lo malo, pero no sabíamos que lo era», complementa Juan Jo.
Cuando ya tuvieron edad, los padres fueron más abiertos, «de alguna forma eso ha permitido que no nos descarrilemos o que nosotros mismos podamos tener esa conciencia o criterio de poder decidir qué es lo que queremos o si tenemos más opciones», afirma Valeria.
Según ella, cuando había carencias en la casa, les enseñaban que eso solía pasar, más sí se desenvolvían en ese entorno de drogas y ese mundo de excesos.
«Entendimos eso: no podíamos cambiar la vida de ellos, pero sí la nuestra, hacer otras cosas, salir adelante y cambiar nuestro entorno».
Pese a que los padres estuvieran ahí, estos jóvenes experimentaron una relación con un padre reservado y distante y la ausencia de dulzura tan propia de una madre.
María Alejandra, la mamá de Juan Jo y Valeria, estudió un semestre de Licenciatura en Educación en la Universidad de Antioquia. Valeria dice que quizás esa carrera frustrada la implementó con ellos. «Nos fomentó mucho el amor a la lectura y también a la escritura, pero mi mamá es drástica, entonces no fue una educación tierna sino agreste».
Crecieron en una casa pequeña del barrio Veinte de Julio, en la Comuna 13 de Medellín, hogar que siempre compartieron con dos o más perros de raza pitbull. «Esos que le gustaban a mi mamá», recuerdan Valeria y Juan Jo. De ahí la sensibilidad de ambos hacia los animales, una herencia propia de su mamá, conocida como La Mona.
Pero lejos de vivir en un entorno grato y tranquilo con sus mascotas, los perros por su carácter territorial solían pelear y estos hermanos que para ese entonces tenían ocho y siete años debieron aprender a separarlos, un factor estresante y más que difícil de entender para ellos y solo la antesala de lo que vivirían después.
Cuando la venda cayó totalmente…
Justo un día después de la primera comunión de Valeria, sobre la familia se ciñó un manto de temor e inestabilidad mayor. Sin recibir explicaciones tuvieron que salir con lo poco que pudieron hacia el municipio de Copacabana.
El mismo combo para el que sus padres habían trabajado durante años amenazó de muerte a la familia. Se vieron obligados a irse de arrimados a donde la abuela materna y, peor aún, con la incertidumbre que les generaba que su padre se quedara en la comuna, y es que si recibían a tres no lo hacían con cuatro.
Después de eso el miedo fue mayor. Según Valeria fue una de las noches más aterradoras de su niñez, y es que escuchó una conversación telefónica en el que su mamá, la fuerte y valiente, lloraba porque su esposo le decía que en cualquier momento lo mataban.
La imagen de mamá audaz, que se mueve entre los hombres del «negocio» con jerarquía y valor, se desmoronó tras esa conversación que a hurtadillas escuchó. «En ese momento sentí mucho miedo y me di cuenta que el mundo en el que nos movíamos no era tan tranquilo como ellos intentaban fingir, ahí fue donde se me quitó esa venda de la inocencia…».
En Copacabana a Valeria le tocó crecer a las malas, sufrió bullying y tuvo varios intentos de suicidio. «Había muchos problemas y mi primer escape fue me voy a suicidar, si me suicido soy una carga menos pa’ esta familia».
Pese a la oscuridad que parecía opacar los sueños de los hermanos, Valeria optó por refugiarse en la lectura. «Empecé a leer libros de fantasía, esa fue mi marihuana, me volví un ratón de biblioteca», esta afición la complementó con la escritura, diarios en los que plasmaba sus tristezas, sueños y esa vida hostil a la que ella y su hermano solían enfrentarse.
Tras llevar un proceso sicológico por los intentos de suicido, desistió al enterarse que la sicóloga le contaba todo a su madre. Así se refugió en los diarios, cinco cuadernos que aún conserva se convirtieron en los oyentes silenciosos de su vida entera.
Había, además, algo que nadie le sacaba de la cabeza a Valeria, y era emprender camino de regreso a su Comuna 13 y a su barrio en Medellín, y aunque sus padres no lo permitían, nada la detuvo cuando cumplió sus 15 años de edad.
Tras seis años retornaba a su barrio para reencontrase con sus parientes paternos. Anhelaba especialmente poder abrazar a Beatriz, esa tía tierna y amorosa que siempre llenó ese vacío de ternura que tenía en casa.
Regresar al Veinte de Julio le trajo otra oportunidad: conocer el taller de escritura que se llevaba a cabo en la biblioteca Centro Occidental del barrio El Salado, y que era facilitado por un periodista y escritor también de la comuna. Allí pulió ese talento innato que tenía y comenzó a escribir ya no solo para mitigar sus tristezas, sino también para narrar esas historias tan comunes en estos barrios de la ciudad.

A su vez, con Escena 3, un proceso teatral al que se adhirió en Copacabana, Valeria comenzó a trabajar en la timidez que la caracterizaba, así logró convertirse en la chica de voz jovial e imagen segura que es hoy.
De la mano con Juan Jo
Valeria iba por sus sueños, forjando su propio camino distinto de ese sendero cruento por el que había trasegado. Pero hubo alguien que se quedó y fue Juan Jo, su hermano, el niño al que siempre había protegido.
Juan Jo probó las drogas por primera vez para experimentar, y sintió que el efecto que la marihuana generaba en él le regalaba esos momentos de libertad que le habían sido esquivos.
«Cuando regresé y vi que Juan Jo estaba en eso, me di cuenta que no lo conocía y que lo estaba perdiendo y me dolió mucho que fuera en la droga. Decidí acercarme a él, trabarme con él y que me contara sus cosas», recuerda Valeria.
Era el mecanismo de Valeria, pero la intención real era convencerlo de que había otra salida. «Le dije: sí Juan Jo, yo sé que te gusta el efecto de la droga, pero mira que hay otra salida, yo en Medellín estoy haciendo otros proyectos… ¿No te gustaría venir conmigo a teatro? Que experimentara que en ese ambiente también se vive bien sin necesidad de droga».
Después de un tiempo se reencontró con Mateo Rendón, un primo que estaba por terminar la Licenciatura en Artes de la Universidad de Antioquia. Él tenía la intención de fundar una Corporación Teatral en la Comuna 13 y su prima fue la cómplice perfecta para encausar ese sueño.
Valeria vio en el teatro, además, una oportunidad para compartir con su hermano y recuperar esa unión que habían perdido. Por invitación suya, Juan Jo inició con las clases en el 2019.

La tranquilidad de un municipio como Copacabana hizo que Valeria buscara regresar a Medellín, «Siempre he tenido esa necesidad de ayudar a otros que yo sé que pasan por lo mismo que pasé y sentía que en Copacabana no tenía nadie a quién ayudar, y que todo se volvió muy monótono. Si volvía a Medellín iba a encontrar esas aventuras e historias sobre las cuales escribir».
Había muchas razones para estar en la Comuna 13, pero María Alejandra que, aunque abandonó la venta de estupefacientes nunca dejó el consumo, solía manipular a sus hijos para que no se quedaran tanto tiempo en Medellín, esto aprovechando la depresión crónica que padece desde su juventud.
Pese a ello los hermanos siguieron enfocados en sus proyectos, por ejemplo, con La Parlacha, corporación teatral que Valeria fundó con su primo Mateo, crearon la Escuela Popular de Teatro. «Estoy por terminar el último nivel y ya me puedo convertir en una de las profesoras de la Escuela», explica Valeria; y el próximo mes iniciará un taller de escritura, aprovechando esa habilidad que tiene para este arte.
En junio Valeria culminará su educación secundaria y lo que quiere estudiar está claro: comunicación social. Tiene otro sueño a largo plazo: comprarse El Gloria, un teatro que hace parte de la historia de Copacabana pero que ahora está convertido en bodega.
Juan Jo, que cursa el grado noveno, está formando Cortesía 13, un grupo de rap con el que quiere ponerle música a esas canciones que escribe. «Empecé a desarrollar la imaginación y las ganas por cantar y sentir mucho más a fondo la música».
Ahora ese amor fraternal está renovado, pues más que hermanos son grandes amigos. De esos que van y montan una obra de teatro, o crean un proyecto creativo como el de Rutas para la memoria y que propusieron en los talleres de Emprendimiento Social que terminaron hace unos días.

«Tenemos una vida propia y queremos hacer resiliencia con todo eso que hemos vivido y que hemos aprendido», dice Valeria. Sus padres ahora no están trabajando, pero los hermanos pueden empezar a generar sus propios ingresos.
«La idea es no quedarnos estancados, ellos se resignaron a esa vida que tienen y yo no estoy dispuesta a resignarme con ellos, estoy buscando otras formas de salir adelante. De reconocer las habilidades y talentos y hacer esa resiliencia con eso», finaliza Valeria.
Nota para el lector: Si conoces otras historias de resiliencia como esta, por favor escríbenos al correo lluviaorion@gmail.com. Gracias.