Colombia no existe

"Colombia no existe" es un manifiesto que hace parte de las actividades de Medellín Tomado, un colectivo de gestión del territorio en Medellín que ha empezado por hacerse preguntas sobre el territorio en el que vivimos. En este caso, la reflexión empieza sobre la idea de la existencia de un país que llamamos Colombia y tiene como propósito no solo compartir las ideas de dos autores, sino también iniciar una conversación que salga del texto a la vida real en @medellintomado.

Por: José Daniel Palacios Restrepo y Santiago Burbano Orozco

 

En Colombia muy a menudo creemos que nos basta con nombrar las cosas para dotarlas de existencia. Aunque el lenguaje es mágico para hacer que las cosas sean lo que son o lo que nos gustaría que fueran, las palabras son apenas un inicio creador. Colombia no existe es un pacto por hacer otra lectura de una realidad que no es suficiente para decir que existe la nación que habitamos, una Colombia que deja a su paso millones de personas que se aseguran habitantes; concepciones de sus valores más íntimos y una disputa infinita por la tierra que cambia de dueño como cambia de guerra.

Estas son letras escritas desde una propuesta reflexiva y lejos de una crítica infértil. Son apenas una forma, una visión, una manera de cuestionar lo obvio, –que es esa Colombia que damos por supuesto que es real y que existe–. Además, en esa visión de nación que existe en estas páginas, no solo hay una postura sobre lo que han sido algunos componentes de lo que hoy llamamos Colombia, también existe una propuesta que nace en el lenguaje: preguntarse. Después de terminar de leer a Colombia no existe es necesario empezar una conversación que funcione como inicio, como punto de partida para que pasen otras cosas.

Ludwig Wittgenstein en la filosofía del Juego de lenguaje propone una estrategia que el lector necesitará para poder leer entre estas líneas la Colombia que no existe. Para entender un texto, hay que participar de su narrativa (la forma en la que se dicen las cosas, el contexto, los límites) y, haciéndolo, es la única manera de comprender lo que realmente dice. Si se participa en el juego de Colombia no existe podremos pensar en un país diferente a la nación imaginaria en frente de nuestras narices.

 

1. “Nuestro” territorio

“Yo no sé de dónde soy, mi casa está en la frontera, y las fronteras se mueven como las banderas”, canta Jorge Drexler. La frontera se creó para poder decir ‘acá’ y ‘allá’, antes del río, después de la cordillera, más allá del mar, o más aun, un reglazo de escritorio sobre el mapa, como si los pueblos (su cultura, sus relatos y costumbres) se detuvieran allí, ante un fenómeno geográfico o una línea imaginaria. La palabra frontera está para incluir excluyendo. El proyecto europeo y desgastado de Estado-nación necesitó de unos límites geográficos para reconocer a los países, pero Colombia nunca ha sido un solo territorio (como casi ningún país) ni una sola nación que lo habita. Hay naciones que andan sin Estado dizque porque no tienen territorio, Palestina por ejemplo, y hay Estados con su placa en la Asamblea General de la ONU que de unidad nacional, poco.

El sueño trasnochado de Bolívar nunca funcionó. Se separaron Venezuela y Ecuador, se cedió territorio a Nicaragua, a Perú (en una guerra que insólitamente se ganó) y a Brasil se le regaló una buena porción. Se robaron Panamá. En Antioquia hacen fuerza por separarse del resto del territorio. Dentro del país hay fronteras que no separan nada y otras no reconocidas.

“La guerra sirve para que la tierra cambie de dueño”, dice Chucho Abad Colorado. Y sí, todas nuestras guerras han sido por la tierra, por quién la tiene, por quién dice cuál es la nueva frontera dentro de la frontera inestable que aparece en los atlas como Colombia. El Estado nunca ha sido soberano de estas tierras en las cuales ha hecho presencia en una extensión mínima, olvidando unas porciones enormes del croquis que nos enseñan a dibujar en el colegio. Las fronteras, divididas arbitrariamente, son tan volátiles como el ondear de la bandera en la canción de Drexler.

 

2. La necesidad de pertenecer: la identidad y sus mitos

 

Quizás el asidero más sólido que tenemos para aferrarnos todos a una sola cosa es la palabra C-o-l-o-m-b-i-a, más precisamente, el nombre; ocho letras que juntas parecen dar la impresión de evocar algo que existe (eso cuando algún gringo no le pone una ‘u’ en medio). Aunque, de entrada, se habita en la ironía de estar nombrados en honor al ícono de la conquista española, Cristóbal Colón (los nombres dicen mucho de las cosas).

De ahí para abajo, todo resulta más etéreo. La ‘nación’ ha hecho todos los esfuerzos de su repertorio para que sus mitos calen. Después de nombrar los departamentos, las ciudades, las calles y los monumentos con sus próceres y batallas, se ocupó de entregar un abanico de símbolos patrios para todos sentirse aludidos bajo su ala, como la del cóndor de los Andes que corona el escudo y que solo un puñado de suertudos han visto; el escudo tiene además a Panamá (que ya no está), la abundancia de monedas y de frutas (aunque la mayoría del país esté en la pobreza y haya tanta hambre) y el simpático gorrito aunque de libertad y orden haya más bien poco.

O el himno, que nunca fue el segundo más hermoso del mundo, y la bandera tricolor que aprendimos cantando de pequeños, que ya de entrada deja ver la preferencia por el oro y muestra en cantidades iguales al mar y la sangre (aunque no sea del todo inexacto).

Quizás entonces el montón de documentos de identificación que expide el Estado (una cédula, un pasaporte, licencias de conducción) sean lo que tenemos en común quienes habitamos Colombia. ¿O qué más? Más mitos. Algunos son unos berracos echa’os pa’lante, al norte holgazanes, al sur bobos, y así. Todos con la ‘malicia indígena’ que es un eufemismo del descaro. ¿Todos violentos, todos rebuscadores? ¿El país más feliz del mundo?

Desde la leyenda de El Dorado no ha cambiado mucho, los mitos se han acomodado a los tiempos. Más fácil nos encontramos una ciudad de oro que cobijarnos todos bajo tantos pretextos creados por el afán de pertenecer a una quimera. ¿Qué podría reunirnos, de verdad?

 

3. Colombia y la chispa

Existen también, además de las cosas, los momentos que nos hacen sentir Colombia. Aunque efímeros, esos momentos se convierten en una extensión de la vida y aunque no sean cotidianos, estiramos cada instante de colombianidad hasta que otro lo reciba.

En las muchas experiencias de dolor vividas como colombianos hemos hecho de la tragedia una bandera de nacionalidad. Ya es costumbre que la muerte nos reúna –en casi todos los casos– alrededor de la misma causa. En televisión hemos visto horas de transmisiones que transportan las imágenes de cualquier ataque, de una operación de inteligencia del Ejército, de otros que liberan de sus cautiverios o mueren entre sus cadenas. Entonces –y solo entonces– existe Colombia; cuando en otro país tres colores y un pedazo de tela coinciden con dos habitantes de un territorio del que ya casi se olvidan, existe Colombia. Porque es apenas necesario escuchar un español hablado con los mismos dichos y modismos y porque afuera existe la Colombia que adentro sería imposible: una de nostalgia y recuerdo.

Colombia existe también cuando hay premios, la visibilidad internacional. Los más felices o innovadores o subdesarrollados también. Todo lo que ubique el territorio encima de otro hace que aparezca debajo de nuestros pies la nación. Ese día Colombia existe y hasta que la borre otro muerto.

Esa chispa de nación, una chispa que se enciende pero no alcanza a ser fuego. Un país entero con la vista tan corta como su democracia que entrega las herramientas a quienes en cada elección deciden no entre candidatos sino tal vez entre ser o no colombianos. Una comunidad imaginada como la de Benedict Anderson. Una chispa de país, sin fuego, pero con presidente.

 

¿Qué pasa después de las palabras?

Es insuficiente decir que Colombia existe. Después de las palabras, de su mágico sentido y propósito de crear lo que se nombra, tiene que haber algo más, algo que nos permita dotar de existencia a Colombia, aun cuando esa existencia esté inacabada, imperfecta, apenas iniciando. Somos responsables de la existencia de una Colombia que no espera al 20 de julio por la bandera ni al himno en todos los protocolos.

En todos los casos, lo que inicia está muy lejos de lo que ni siquiera ha empezado.

 

Después de leer

 Después de leer la reflexión que propone Colombia no existe, los autores proponen iniciar una conversación que salga del texto. Para eso, a través de las siguientes preguntas, puedes escribir a medellintomado@gmail.com y a @medellintomado en instagam para seguir conversando y salir de la virtualidad a la realidad.

Preguntas:

¿Qué aspectos sustentan que se pueda hablar de un ‘nosotros’ tan tranquilamente en Colombia?

¿Cómo es posible pronunciar los sustantivos ‘colombianos’ o ‘colombianas’? ¿Qué cosas configuran nuestra supuesta identidad?

¿Qué tan válido es el concepto de frontera?

¿Qué tanto nos configuran las fronteras?

¿Es posible establecer definitivamente un límite territorial?

¿Es posible encerrar en un territorio la cultura?

¿Aplica que después de la frontera cambia la nación o el pueblo que habita?

¿La frontera ha servido más para incluir que excluir?