Por: Róbinson Úsuga Henao
Susana cayó en una trampa. Fue una trampa tendida por su propio esposo, por las personas con que él trabajaba y hasta por ella misma, por el tipo de persona que escogió para casarse.
«Me casé joven y con un hombre involucrado en el narcotráfico». Dice Susana.
Tenía solo 18 años. Apenas se había quitado el uniforme del colegio para ponerse el de matrimonio y disfrutar tempranamente una vida de lujos, dinero en el banco, nevera llena, vestidos costosos y soledad, buenas dosis de soledad.
«Él vivía viajando y haciendo sus negocios en los Estados Unidos. Cosas ocultas en las que no me involucraba. Y cuando volvía a Colombia siempre estaba de fiesta. Yo vivía en una casa grande y bonita, pero me sentía sola. Sola y vacía, pero rodeada de riquezas materiales». Dice Susana.
Susana estaba cansada de él, esa insoportable soledad y sus continuas infidelidades. Sabía que tenía a otra mujer en los Estados Unidos y por eso le pidió el divorcio. Fue entonces cuando cayó en la trampa.
La trampa fue urdida por su esposo desde el momento en que empezó a poner a nombre de Susana algunas de las propiedades que adquiría por medio del narcotráfico. Cuando los socios de su esposo Miguel fueron cayendo, y el propio Miguel fue a parar a una cárcel de los Estados Unidos, ella se convirtió de la anoche a la mañana en la jefa de una banda del crimen organizado.
«Apenas sí los conocía y decían que yo les daba órdenes y les suministraba armas. Con sus acusaciones lograron quedar libres temprano mientras yo enfrenté cargos como secuestro, narcotráfico, porte de armas y muchísimas cosas que jamás había hecho». Dice Susana.
En diciembre de 1994 entró a la cárcel de mujeres El Buen Pastor, en Medellín, al mismo tiempo que se divorciaba y lo perdía todo: esposo, amigos y bienes materiales. Lloró de consternación apenas puso sus pequeños pies en una de las celdas que aguardarían su respiración durante los siguientes diez años de su vida. La gente que trabajaba con su esposo empezó a cobrarle, a quitarle, a reclamarle las cosas que estaban a nombre de ella, y todo se fue yendo. Lo único que le quedaba era una condena de diez años para pagar porque tampoco tenía para pagarse un abogado.
«Solamente quedé con mi familia y con mis dos niños pequeños». Dice Susana.
Por motivos del encarcelamiento no pudo pasar con ellos esa navidad de 1994. Tampoco las diez navidades siguientes. De haber tenido un buen abogado ella cree que habría podido desmantelar el entramado de mentiras que la puso tras las rejas. Solo contó con abogados de oficio, pagados por el Estado. No sabe cuántos tuvo, pero fueron muchos y ninguno hizo nada. Su caso se fue complicando, se hizo denso.
Su vida se desmoronaba y no encontró otro consuelo posible que el llanto, y el hilo de una oración ferviente y extensa, que se prolongó durante horas, días y meses enteros, con el deseo y el desespero de ser escuchada e instruida por la divina providencia.
De tal modo que dos años después, cuando llegaron a visitar el penal hombres y mujeres libres, en representación de la Confraternidad Carcelaria de Antioquia, para llevar un mensaje de esperanza a las mujeres recluidas, Susana ya llevaba una vida en fe y en devoción.
«Esa relación con Dios era lo único que había podido llevar paz a mi corazón durante el encierro». Dice Susana.
Empezó a servir a la Confraternidad Carcelaria desde adentro, reuniendo a otras reclusas para los talleres que querían hacerles, en los que hablaban de Dios, invitaban a tener fe, y se regalaban cuadernos y productos de aseo. A Susana le gustaban esas visitas y se convenció hasta la médula de que una persona solo puede cambiar cuando se llena de Dios en su corazón. Ella creía que el altísimo no la había olvidado por completo porque podía verlo a través de los miembros de su familia cuando iban a visitarla. Del afecto de su padre, del cariño de la madre, la fraternidad de sus tres hermanos y el amor sus dos hijos, que ella veía crecer en cada visita.
«Yo los dejé pequeños y fue pasando el tiempo y se hicieron adolescentes, luego se hicieron jóvenes». Dice Susana.
Pese a la situación, ellos habían logrado surgir y salir adelante con la ayuda de sus abuelos. Ellos se encargaron de cuidarlos, de darles alimentación, ropa y estudio. De modo que cuando Susana quedó libre a mediados del año 2004, se encontró con un sentimiento inesperado.
«Salí de ese lugar y encontré que mi espacio ya estaba ocupado. Así como la canción de Tito Cortés: el puesto que dejaste está ocupado. Yo ya no tenía un espacio mío, no tenía una casa mía, un lugar para mí. Llegué a vivir con mi familia y fue impactante ver al siguiente día que cada quien cogía para lo suyo: El que tenía empresa se fue para su empresa, el que estaba estudiando se fue para la universidad, los niños para el colegio y el que tenía que hacer una vuelta salió para hacerla. Yo me decía: ¡Wow!, todos están en lo suyo ¿y ahora qué hago? ¿Cómo encajo aquí? No sabía qué hacer con mi vida».
En la cárcel, Susana mantenía en orden los menesteres de la capilla y ayudaba a los visitantes de la Confraternidad Carcelaria para que llevaran a cabo su trabajo evangelizador. En la prisión era alguien y siempre tenía algo para hacer. En la calle, por el contrario, no era nadie, y por eso quiso regresar a las jaulas en las que estuvo recluido su canto. Esta vez pretendía dar ánimos a esas amigas y compañeras de celda con las que compartió tantas historias, oraciones y meses de encierro.
«No fue fácil volver. En la cárcel tenía unas cinco amigas que éramos como una familia y estábamos juntas la mayor parte del tiempo. Una de ellas fue como mi madre. Era triste para mí visitarlas y tener que dejarlas al momento de despedirme». Dice Susana.
Han pasado catorce años desde que salió del encierro y lleva esos mismos años volviendo cada semana a la cárcel, de lunes a viernes, desde las horas de la mañana hasta por la tarde, como si nunca se hubiese ido. Recibió un contrato por parte de la Confraternidad Carcelaria de Antioquia para que siguiera dando aliento y contagiara el deseo de la transformación entre esas mujeres que por algún motivo cayeron en la prisión. Primero iba a El Buen Pastor, en donde estuvo recluida, hasta que la edificación fue clausurada para ser derribada y destinada para la construcción de una ciudadela universitaria. En 2010 las reclusas fueron trasladadas a Pedregal, la cárcel edificada en un gran terreno del occidente de Medellín y en donde habría una sección para hombres y otra para mujeres. Desde entonces, Susana también visita la sección masculina.
Susana se casó otra vez a los años de estar libre. Esta vez escogió a un hombre de iglesia. Lo conoció en la misma comunidad cristiana en donde ella se congregaba y tuvo otro hijo con él. Siente que es más feliz que en los años pasados porque ya no comparte su vida al lado de una persona metida en el mundo criminal. Se siente amada y respetada por su nuevo esposo.
«Es un amigo, es un buen padre para su hijo». Dice Susana.
Cree que está viviendo la felicidad que antes no pudo tener porque antes tenía abundancia económica por causa del narcotráfico, pero es mejor ahora, que tiene abundancia afectiva y emocional.
«Ahora tengo una buena relación con mis hijos mayores. Ha sido un proceso bonito, de restauración, de volvernos a conocer. Tengo una vida llena de paz y tranquilidad porque mi esposo asiste a la misma iglesia y apoya el trabajo que yo realizo en las cárceles». Dice Susana.
Si Susana no creyera que las personas pueden cambiar aunque hayan tenido una vida delincuencial, ella no volvería a las cárceles. Pero en estos catorce años ha acumulado un gran inventario de motivos para creer.
«He visto hombres y mujeres verdaderamente transformados que salen y construyen una vida diferente; que trabajan honestamente y en vez de causar perjuicios ahora le sirven a la sociedad; que han recuperado a sus familias y las tienen organizadas. Lo he visto y por eso creo en el cambio. Son importantes los talleres, las capacitaciones, las terapias y los trabajos de psicología; sí, es importante el estudio y el conocimiento, pero el pilar para la resocialización es el conocimiento de Dios. Para nosotros, los que predicamos en las cárceles, volverse a Dios es el camino. Pero si tienes la capacidad y la posibilidad para estudiar en la cárcel: ¡Hazlo! Si tienes posibilidad de emprender un taller, una carrera: ¡Hazlo! Si tienes la posibilidad de hacer una carrera media, recibir terapias o talleres de psicología: ¡Hágalo porque todo eso sirve!». Dice Susana.
En Colombia y en Medellín crece día a día la población internada en las cárceles. Pedregal fue construida para albergar 1.288 hombres y 1.254 mujeres, y hoy la cifra de internos llega a los 4.000. Susana desearía evangelizar a la mayoría, pero es imposible. Calcula que alcanzan a trabajar con unas 400 personas. «Es complicado entrar y trabajar en las cárceles. No hay condiciones para abarcar a todas estas personas y debemos admitir que no todos desean cambiar. Solo podemos trabajar con aquellos que quieran hacerlo».
* La protagonista de esta historia pidió que no fuera revelada su verdadera identidad.
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Esta es una crónica del libro Volver de mi infierno, salir de la cárcel.