Diego y la magia del chocolate

Esta es la fascinante historia de Diego, un hombre que fue soldado paramilitar en las comunas de Medellín y ahora es un chef vegano que también hace chocolates. Su empresa se llama Redención. En tiempos de incertidumbre por el futuro de los desmovilizados de las FARC, este relato nos convence de la importancia de creer en los proyectos de reincorporación.

Diego creó La Redención, una marca de chocolates que hoy impulsa desde la tranquilidad de su casa, en el corregimiento de San Cristóbal, ciudad de Medellín. Aquí una pose desde su laboratorio gastronómico.

Por: Róbinson Úsuga Henao*

 

Antes de conocer la magia del chocolate, Diego Saldarriaga había dominado el arte de hacer empanadas dulces de plátano maduro, coco y bocadillo.

«Primero se hace la masita con harina de trigo y agua –dice él–. Un poquito de panela. Se estira y se saca el molde. Se pone a hervir el plátano maduro, así, con la cáscara, y una vez que está hervido, se estruja y se convierte en puré. Se le agrega coco, un poquito de canela y bualá: ahí tienes el relleno para la empanada. Sí o sí».

También sabía elaborar empanadas de lentejas con leche de coco. Las hacía para vender y con el dinero ganado se pagaba una habitación estrecha en el barrio Robledo, el lugar a donde se fue a vivir para huir de las pistolas, de la guardia nocturna y el entrenamiento militar que recibía en Caicedo, el barrio donde había crecido.

Se hizo adulto a los 13 años. Todavía recuerda aquella noche húmeda de mediados de abril cuando pasó el umbral y dejó atrás su inocencia. Estaba molesto porque había discutido con su madre y a las diez y treinta de la noche todavía yacía sentado en la
acera de su casa. Pasó un tipo que él reconocía por el nombre de Alejandro y le preguntó qué hacía ahí, a esas horas, solo.

–Nada –respondió Diego.
–Venga, acompáñeme por allí arriba –lo invitó.

Diego se fue tras él. La noche entera lo acompañó a prestar guardia en una acera alta desde donde se dominaba el barrio con la vista y, al fondo, la ciudad de Medellín.

«Ahí conocí a todos. A La Muñeca, a Jesús, a Pedro, a todos los que hacían parte de El Morro, uno de los cuatro combos en que estaba dividido el sector de La Sierra». Dice Diego.

Al regresar ya no sería el mismo, tenía jefes y camaradas. Estaba metido en la vuelta. Cree que en cierto modo era su destino, que aquello pasaría tarde que temprano porque su casa se situaba en el límite entre varios grupos armados que se disputaban la zona: guerrillas, pillos, bloques Metro y Cacique Nutibara.

«Sí, yo vivía en todo el límite. Veía que los manes de allá se metían y mataban gente de acá, y los de arriba también se metían y mataban gente. Esa vez que estuve pernoctando con ellos, nos reunieron avarios y nos dijeron que estábamos en la zona límite, que no teníamos opción, que estábamos con los de arriba o estábamos en los de abajo, pero que teníamos que estar con alguno. A ustedes los van a matar ellos o los vamos a matar nosotros, decían. Escojan del lado que quieren estar».

 

Bendito amor. Sí o sí.

Visité a Diego Saldarriaga un miércoles 8 de agosto de 2018. Estábamos sentados en el fondo de la casa donde vive, en zona rural del corregimiento de San Cristóbal. Había un balcón y una mesa de madera con sillas viejas alrededor. Llegaba desde el norte un viento frío y perfumado con aromas de yerbas. Me sirvió un té helado, de color rojo y sabores ácidos.

En la sala estaban el horno de panadería, la máquina de moler, la mesa de amasar, los estantes y moldes para los postres, la batidora, la licuadora, la pipeta de gas. Las canastas con harina, la repisa con especias, el cacao antes de tostar.

El cacao… sí, ese que lo envolvió en la magia del chocolate.

Mientras habla, le entra una llamada al celular.

–Bendito amor –Diego saluda.

Habla corto. Y cuando cuelga le pregunto quién lo llamó. Responde que era de la oficina de reinserción. Que los está buscando un docente investigadorde la Universidad Eafit que quiere conocer su historia. Es que Diego goza ahora de cierta popularidad. En junio y en julio salieron publicadas en el periódico El Tiempo dos notas en la que se le ponía como un ejemplo exitoso de reincorporación. Otra nota de televisión se emitió por el canal Telemedellín. En los años 2016 y 2017 se publicaron otro par de notas, desde el área de comunicaciones de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización. Diego se ha convertido en un orgullo para el Programa de Reincorporación de la Alcaldía de Medellín.

«Sí o sí». No es claro desde cuándo Diego repite esa muletilla, pero refleja hasta cierto punto su actual estilo de vida, con palpitaciones optimistas. «Bendito amor», dice al saludar. «Sí o sí», repite al final de una oración. Vestido con túnica y un turbante envuelto en la cabeza parece un ser de otros parajes y otras épocas. Un etíope que ha caminado los desiertos. Un vegano que renunció a toda carne. Un hombre que antes cantaba rap, y que mucho antes, hace unos quince años, era un soldado paramilitar.

 

1999-2003: un pedazo de barrio

«Yo tenía que cuidar el pedazo de barrio que teníamos. Eso implicaba ir de casa en casa cobrando las vacunas, es decir, pidiendo una colaboración. Prestábamos guardia, noche y día. Manteníamos armados y con radioteléfonos, a veces hacíamos petardos para marcar territorio. Un petardo se hace en enlatados, como las latas de cerveza. Se parte en enlatado a la mitad y se le echan pólvora, clavos, pedazos de varilla, balines, tuercas, y se envuelve en pura cinta. Al usted tirar el petardo él hace chispa y explota. Los petardos sirven para enfrentamientos o para marcar territorio. Lo mandaban a uno: vaya tire un petardo, para que lo sientan, para que sepan que llegamos hasta allá. Es algo peligroso, delicado. Incluso Jesús, uno de los nuestros, se voló una mano haciendo un petardo. Él también sale en el documental La Sierra. También marcábamos las paredes con las letras AUC presente en La Sierra. Era puro terrorismo visual. Cuando cogíamos a un enemigo, lo rodeábamos entre tres o cuatro. Uno le daba una puñalada, otro era el que lo mataba, otro el que lo arrastraba, y así. Pero yo nunca maté nadie». Dice Diego.

Diego perteneció al Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia antes de que sus hombres se rindieran y se insertaran al Bloque Cacique Nutibara, comandado por el narcotraficante Diego Fernando Murillo, alias Don Berna.

«Nosotros no teníamos un sueldo. Lo que sí nos llegaba seguro era un mercado. A veces nos daban una liga, pero era ocasional, cuando ayudábamos a robar camionetas para enviar al Bajo Cauca, para que los jefes se transportaran por allá. Uno participaba reteniendo a la persona de la camioneta, mientras ésta pasaba la frontera y le hacían papeles falsos». Dice Diego.

Fueron cuatro años los que Diego permaneció alerta, prestando guardia, yendo de casa en casa, cobrando extorsión disfrazada de colaboración y cuidando ese pedazo de barrio que, según él, a la larga no les pertenecía a ellos sino a toda la comunidad. Pero fue algo que entendió después, cuando empezó a adquirir cierta conciencia. Con 17 años cumplidos, era todavía un menor de edad cuando llegó de arriba la orden de desmovilizarse.

La desmovilización ocurrió en noviembre del año 2003 y los hombres de las estructuras paramilitares fueron trasladados al municipio de Medellín. Sin embargo, a los menores de edad como él los enviaron de nuevo para la casa, a la espera de ser acogidos por un programa especial en el que estaría involucrado el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.

«Nos dijeron que nos darían oportunidades y medios para estudiar». Dice.

 

Desmovilizado de día, combatiente de noche

Semanas después, Diego empezó a ser transportado entre su barrio Caicedo y el sector de Manrique, junto a otros compañeros suyos, para que recibiera actividades lúdicas y formativas. Sin embargo, aún seguía activo cuidando ese pedazo de barrio, temiendo que hombres de otros grupos armados fueran a tomarlo. Por ese mismo temor en su grupo no entregaron todas las armas.

«Entonces yo iba a estudiar y llegaba al barrio a prestar guardia. Solo que era necesario ser muy cauteloso, porque si lo cogían a usted armado perdía los beneficios. Por eso solo cogíamos armas en las noches, cuando prestábamos guardia. En el día igual estábamos por ahí vigilando, pero sin armas».

En la medida que recibía acompañamiento psicosocial y formación para el empleo, Diego empezó a cuestionar su participación en un grupo armado. Había empezado a componer y cantar canciones de hip-hop y un día se puso de pie en un punto alto de su barrio y divisó la ciudad.

«Yo haciendo música y metido acá, en este mundo –se dijo–. No, es hora de dejar todo esto. Quiero irme, explorar, conocer. Salir adelante con mi música. Llevar mensajes a la gente. Sí o sí».

Empezó a alejarse de su grupo armado, pero de manera discreta. Empezó a pasar menos tiempo con ellos y más tiempo con sus letras y sus canciones, buscando la manera de hacer videos sobre aquello que cantaba.

«Como desmovilizado, tenía compromisos con ellos y debía cumplirlos. Entonces solo iba a pernoctar y después me desaparecía para seguir haciendo mi música, seguir en mi cuento. Sí o sí». Dice Diego.

Hasta que tomó la decisión fieme e irreversible de irse de aquel pedazo de barrio en el que había estancado su vida como el agua verde de los floreros de cementerio. Un amigo suyo vivía en el barrio Robledo y ese amigo tenía una tía que alquilaba habitaciones. Le consultó y encontró que sí, que había un cuarto disponible. Ese mismo día empacó su cama, su ropa y un cajón para guardarla, algunos cuadernos para escribir canciones, y buscó un carro pequeño que pudiera trasladarlo.

«Ya le había dicho a mi mamá: ma, me iré de por aquí porque estoy cansado». Dice Diego.

La pequeña camioneta roja, marca Chévrolet, llegó al siguiente día a las 5:30 de la mañana. Sin anunciar ni explicar a nadie, Diego montó sus cosas y se perdió, dejando el pedazo de barrio en un completo mutismo.

«No se dieron cuenta, y sí, me volé pero bien volado, porque no dejé nada pendiente. Esa noche había pernoctado y puse el arma de dotación donde tenía que dejarla».

 

Raíces rastafari

Durante dos años, Diego recibió una ayuda económica mensual como hombre desmovilizado. Esa paga equivalía a un salario mínimo y para recibirla, tenía
que pasar por un sinnúmero de casas, aulas de institutos de formación, donde fue instruido en corte y confecciones, mecánica de motos y reparación de
computadores. Pero Diego buscaba otras respuestas a las preguntas que tenía.

Aprendió a hacer artesanías con cueros, hilos, alambres y piedras brillantes. Empezó a asistir a las ferias de San Alejo que se hacían cada mes en el Parque de Bolívar en el centro de Medellín, vendiendo allí sus aretes y collares entre los colores de túnicas, tambores y humos de inciensos. Y fue justo allí, en ese ambiente festivo de mercado de pulgas, que conoció a los rastafari con sus cabellos amasados, envueltos en sus túnicas de colores, echando sus discursos sobre el espíritu, hablando de Haile Selassie y el deseo de regresar a sus orígenes en las entrañas de África. Comprendió que en esa filosofía de vida estaba la respuesta a lo que venía buscando.

Encontró que los rasta consideraban que comer carne era un acto de crueldad hacia los animales. Que al momento de digerirlos las personas convertían su propio cuerpo en un cementerio. Que la mesa debe tener comida I-tal (vital) pura y natural, sin carnes ni químicos, tampoco huevos, lácteos ni sal. No encontrarás una Coca-cola en la nevera de un rastafari, sino un té elaborado por ellos mismos, como aquel té rojo que Diego puso en mi mano al comienzo de la entrevista.

Los rastas no comen carne de cerdo porque lo consideran un limpiador de la tierra. Y tampoco comen langostas, camarones y cangrejos porque piensan que son limpiadores del mar.

Esa riqueza de sentidos y argumentos convirtió a Diego en un devoto de la cultura rastafari. Dejó entonces de vender las artesanías que antes elaboraba y se dedicó a promover una cultura de alimentación saludable. Dominó el arte de las empanadas dulces que aprendió a hacer por medio de Daniel Pardo, un profeta rasta de Bogotá.

Esas empanadas dulces fueron su sustento económico durante un par de años, hasta que aprendió a elaborar nuevas y más variadas recetas. Seguía yendo al proceso de formación que ofrecía la Alcaldía de Medellín a los ex combatientes desmovilizados, y aprovechaba los recesos en clase para vender allí sus empanadas. Creó un restaurante vegano en Copacabana, municipio situado al norte de Medellín. Trabajó allí algunos meses. Lo cerró y creó uno nuevo en la Carrera 80 con la Calle San Juan.

Fue allí donde descubrió la magia del chocolate y supo que sería desde entonces un alimento y un elemento sagrado en su camino sacerdotal.

 

Diego enseñando sus deliciosas trufas.

 

El dulce camino

«Recuerdo que una vez una hermana llegó al restaurante vegano de La 80 con unos granos de cacao. Me dijo: vea, aquí le traigo para que haga chocolate. Pero yo nunca he hecho, no sé cómo se hace, respondí. Simplemente cójalo, tuéstelo, lo pela, lo muele, y con eso hace chocolate. Yo había dejado de consumir chocolate desde hacía mucho porque el chocolate contenía leche y hay rumores de que también contenía harina de sangre. Cuando logré hacer chocolate, me pareció mera magia. Me llenó tanto coger ese cacao y transformarlo, que quise dedicarme a esto. Me pregunté cuántos veganos habría que tampoco comían chocolate pensando en que todos los chocolates tenían leche. Entonces decidí que sería un chocolatero para veganos. Sí o sí».

Cerró su restaurante de La 80 y creó una marca de chocolates que hoy impulsa desde la tranquilidad de su casa, en el corregimiento de San Cristóbal. Su chocolatería se llama La Redención.

«La Redención es volver al origen, al principio. Yo hice parte del conflicto armado. Fui víctima y luego fui victimario y ahora quiero ayudar a redimir». Dice Diego.

Desde del programa de reinserción de la Alcaldía de Medellín lo han invitado a participar en ferias para que enseñe sus productos y muestre su evolución como chef vegano. Le han hecho importantes pedidos algunas empresas que son amigas del programa de reinserción, como Enco e Isagen. Isagen es la empresa que hasta el momento le ha hecho los más grandes pedidos.

«Isagen suele hacerme pedidos de 1.100 chocolates. De ahí para arriba. Encargos grandes. Ellos conocen el proceso y por eso me han apoyado haciéndome pedidos. Me acerqué a ellos por medio de una señora llamada Úrsula, del programa de víctimas de la Alcaldía de Medellín. Es que un día Sergio, directivo de Isagen, estaba buscando hacer unos suvenires para un evento que harían con los trabajadores de la empresa. Era un taller sobre la reconciliación y él quería dar un producto que tuviera que ver con algo de la reconciliación. Úrsula le dijo que le iba a presentar a Diego, el de la chocolatería. Sí o sí».

Hace año y medio que Diego Saldarriaga descubrió la magia del chocolate. Como no consigue suficientes clientes y todavía no vive de ser exclusivamente un chocolatero, sigue preparando hamburguesas vegetarianas, sandwiches, taco y pan integral. Vive de todo eso.

Hace ya quince años que dejó de participar en grupos armados y de cuidar un pedazo de barrio que en realidad nunca le perteneció. Sus metas ahora son más enormes que la simple rutina de prestar guardia de noche, armado con pistola y revólver, y la sórdida cobranza de extorsiones disfrazadas de «colaboraciones económicas» en las casas de sus antiguos vecinos.

Ese pasado infame es remoto ya, pero sigue en su memoria, él lo reconoce. No se avergüenza de contar la historia de lo que fue y su posterior transformación porque siente que otros podrían aprender de los pasos que él ha recorrido.

Debido precisamente a ese recorrido, de lo que vivió en el barrio, de lo que aprendió en talleres educativos durante quince años de formación, de su búsqueda espiritual como rastafari y del dominio de las artes gastronómicas saludables, Diego es ahora un hombre  de amplios conocimientos y abundante cultura.

«Cada uno tiene su historia y todo lo que viví me ha ayudado a ser lo que soy. Sí, mi pasado fue oscuro, en cierto modo porque no tuve otros referentes importantes cuando niño. Crecí viendo armas y deseando algún día ser el comandante. En el barrio era muy común ver a la pillería, y uno ve que la gente los busca cuando tienen un problema. Yo los veía como súper héroes. Quería ser como ellos cuando estuviera grande. Por eso una generación reemplaza a la otra. Creen que ese es el futuro, que esa es la vida, cuidar el pedazo de barrio. Cuando estuve adentro pensé que no llegaría a los dieciocho años, porque uno de quince años ya con armas, con radio teléfonos y participando en balaceras, en entrenamiento militar. Viendo cómo morían amigos. Ir a arrastrarlos, sacarlos de la balacera. Perdí mi infancia como soldado de guerra. Haciendo el mal. Pero ya estoy a favor de la vida. Sí o sí. Y digo que es tiempo de hacer el bien porque el mal siempre va engendrar al mal, hacer el mal es traer mal hacia la tierra. Ahora amo vivir en este orden, con esta paz, con esta tranquilidad. Antes yo no veía futuro, pero ahora tengo al chocolate». Dice Diego.

 

 

Conoce los productos de Diego en su cuenta de Instagram Chocoredención.

 

 

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* Esta es una crónica del libro Volver de mi infierno, salir de la cárcel -historias de personas que abandonaron el camino del crimen y el delito- de Róbinson Úsuga Henao.