Sus manos recogen la tierra: somos semilla y resistencia

Don Carlos, un campesino activista, nos invita a plantearnos una nueva relación con la tierra y sus frutos, a cuestionar su explotación, a reconsiderar su valor y a medir sus efectos en nuestro bienestar. A fin de cuentas lo que ponemos en nuestros platos es una cuestión de vida o muerte.

Fotografías de Laura Gómez Narváez.

Por: Laura Gómez Narváez

 

«Yo recuerdo algo que me decía mi papá:

siembre mijo, siembre, que la tierra

no se queda con nada, ella lo da todo».

Carlos Enrique Osorio.

 

Visitar los jardines de Carlos trae la nostalgia del recuerdo de tiempos serenos. Una música antigua acompaña los días de siembra y el ritual que Carlos lleva siempre en cada rincón de su finca. Esta vez fue diferente, un coro de silbidos anticipaba mi bienvenida a la cocina, laboratorio natural y de transformación de los alimentos que él ve crecer.

 

–Hola lindita —es la palabra más cercana con la cual me define.

–Don Carlitos, casi que no llego.

 

El calor que anunciaba la tarde me abrazó durante el trayecto de treinta minutos hasta su finca. Tomo un par de minutos esperando a que baje mi temperatura, mientras miro las flores que son estaciones que calman la sed de los colibríes. Carlos se pone sus botas, cubre su cabeza y en un gesto de invitación extiende su mano derecha ofreciéndome un sombrero parecido al suyo. Bajo el entusiasmo que incita las labores de la tierra, me propone visitar una de sus huertas.

Frente a la inmensidad de verdes que enaltecen este lugar sagrado, Carlos recuerda los espacios que se hicieron en su memoria de los caminos veredales de La Milagrosa, vereda del municipio El Carmen de Viboral: la escuela, sus amigos, el deporte, los bailes, escenarios del tiempo y la transformación impalpable de su lugar.

«Cuando yo tenía como dieciocho o diecinueve años, cuando yo era ciclista, Antonio Gaviria y yo vimos a dos niños venir de la escuela emparamados y con los cuadernitos debajo de los brazos, parecían unos pollos, nos dio tanto pesar de esos niños que empezamos a hablar con la Alcaldía y la vereda, que poco les importaba la educación en esa época. Nosotros hicimos la escuela de La Milagrosa».

Carlos recordó el largo camino que recorría a sus siete años hacia la escuela y las vicisitudes de la lluvia. En ese momento su verdad se presentó como a sabio iluminado por el rayo heraclíteo, intuyó desde ese instante que su vida estaba encaminada a servir a otros. Largos trayectos con adobes y material en el hombro, la recolección de firmas, ventas de empanadas y bailes fueron el cimiento de una escuela. Quizá nombrar estos esfuerzos ignorados en la actualidad hace destellar una luz de orgullo en la mirada de Carlos.

Frente a la huerta, los surcos de la tierra en forma circular parecen formar una huella dactilar, la misma que don Carlos tiene marcada por la tierra en sus dedos. Existe similitud en las líneas de sus manos con los surcos que él araña de la piel de la tierra.

«Fui líder de la vereda por 25 años, cuando me fui para el pueblo por unos meses fue que dejé de estar metido en esto».

Los años como líder, el tiempo junto a Moro, su caballo de arriería, y entre el amor que fue a atravesar sus sombras, transcurrieron los vientos frescos de la construcción de la vida plácida.

Desyerbamos y el verbo circula, las palabras se acomodan a la forma de mándala que tiene la huerta, el compartir de la palabra da lugar a un horizonte que incita el crecimiento redundante del amor y las plantas. El amor se aviene sin inscribir precisión, Amanda llegó a la vida de Carlos entre la coquetería y la ternura de una orquídea tocada por la primavera: jugando con la bicicleta en la que él corría, envolvía en las rudas las pasiones del amor primero y los 31 años en que se construyó una familia de cuatro hijos: tres mujeres y un hombre.

A la vez que arranco una lechuga mizuna, cuidando no lastimar los girasoles que tanto extraña Carlos en sus huertas, él detiene la acción de sus manos cubiertas de tierra.

«Desde siempre he querido hacer cosas diferentes a lo que la gente de mi edad hace», me dice explicándome por qué su vida siempre ha encarnado la travesía de un salmón. La poca importancia que le pone al dinero hace que su proyecto de vida no se limite a sí mismo, sino que se extienda a una causa social.

El sol se hace intenso y los mosquitos se escabullen entre los pliegues de las ropas, la sangre era cada vez más tibia y las gotas de sudor descendían haciendo figuras curvas en el rostro. Arranco la última maleza: un corazón herido. La extenuación del cuerpo ante el calor nos recuerda la fragilidad humana ante el peso orgánico de la vida. Percibimos el desgaste del cuerpo, así como hace 25 años Carlos vivió una fuerte recaída, experimentando la posición con la que debía enfrentarse a sus más íntimos miedos y la mejor determinación en la que ahora encamina sus pasos.

Después de su matrimonio, Carlos se dedicó a la agricultura tradicional, su tiempo era dirigido por la cotidianidad, la productividad y una vida sin esencia, como él describe. Una fuerte enfermedad desarrollada por los mismos plaguicidas lo llevó a revolucionar su vida en el acto digno de vivir.

La enfermedad lo condujo al conocimiento y la experimentación de la agricultura orgánica. Exponerse ante las críticas y al temor que trae el cambio fue la situación más difícil de su experiencia, un giro a su vida se aproximaba sin tregua.

«Lo mío era cambiar o desaparecer. Puede sonar muy dramático, pero era un asunto de vida o muerte. Se me moría el cuerpo o el alma estando donde no quiero estar».

Don Carlos no podría continuar con la agricultura tradicional dado su estado de salud y también se negaba a dejar la tierra. Transformando su relación con ella obtuvo el conocimiento que más aprecia y una forma diferente de ver el mundo. La enfermedad fue el obstáculo que le dio claridad a su vida.

Tomamos una pausa y dejamos la huerta por un rato, el tiempo marca alrededor de la una y el almuerzo se hace presente desde el imaginario. Nos dirigimos hacia la casa y Carlos se quita su sombrero y sus botas, va a la cocina con convicción, se lava ligeramente sus manos. La agilidad con la que transforma cada uno de los alimentos da la impresión de que él ya sabía de anticipado lo que iba a hacer.

Mientras charlamos de algunos conflictos de los cuales es difícil zafarle a la vida, Carlos desmigaja una arepa de chócolo con la suavidad que precisa un aleteo, miro que sus uñas están llenas de tierra, sin escrúpulo comprendo la omnipresencia de la tierra como alimento en su vida. Mientras organizo los pepinos y los tomates para una ensalada, Carlos termina de preparar las migas de arepa y sirve el arroz.

Sentados en la mesa, honrando el transcurso de los alimentos hasta comerlos, retomamos la historia que formaría a ese Carlos de ojos verdes y vidriosos que retratan un campo brillante en plena tarde.

Mientras sirve un poco de ensalada le digo: «Y entonces, don Carlitos, parece que la vida solo transcurriera en lo imprevisto, ¡qué iba a pensar usted que ahora es quien es!».

Tal parece que el cambio de su agricultura no fue el único giro de su vida: en 2009 Amanda se marchó sin razones de la finca. La ruptura psíquica, tan inclemente como el desgaste de su cuerpo, la pérdida en última instancia resultarían ser motor y fuerza de vida para el ser que es hoy.

«Me quedé solo. Se cerró un camino afectivo que era el de mi compañera. Fue muy duro, pero otros lugares y otras personas y oportunidades llegaron para que yo fuera hoy quien soy, para comprenderme como persona. Ya no tenía que dejar a mi esposa sola si me iba a viajar, ya no tenía que dejar a nadie solo. Así tenía que pasar para que yo me dedicara a esto».

Ese mismo año Carlos viajó a Brasil, siendo esta su primera experiencia visitando otras tierras. Entre su nueva soledad y las inquietudes entendió que la elección requiere una renuncia y que los adioses son la apertura de otras bienvenidas. Su vida claramente se le había presentado bajo un propósito y ante ello sería imparable. Después de esto ha viajado a siete países diferentes, como Chile, Argentina, Uruguay, Perú, Cuba y Nicaragua, con la intención de ser aprendiz y maestro de decenas de estudiantes, campesinos e indígenas. El propósito es cuidar la tierra y a quienes la habitan.

En reflejo de la sabiduría y sensibilidad adquirida durante el tiempo de práctica en la que hizo Renacer —nombre que ahora tiene su finca— su vida, Carlos ha hecho cambios de sus creencias. Cuando él era un agricultor convencional miraba a la tierra como productora, ahora ha establecido con la tierra una relación más íntima, una de reconocimiento.

«Yo la miraba como un recipiente, yo no sabía qué era lo que tenía la tierra. No sabía que era un ser viviente, que la tierra tiene vida como nosotros. Si uno la trata mal, ella no está contenta, ella sufre. Entonces cuando uno se relaciona con la tierra la quiere y la respeta, cuando uno alimenta el suelo y no la planta, porque en la agricultura convencional se riega es la planta y no se piensa en la tierra, uno cuida la planta que da el dinero. Pero entonces, es que ahora yo planto una mata de maíz y lo que hago es agradecerle a la tierra que es la que permite que ella esté viva. En una tierra fértil y viva hay vida. Es que mire, los nutrientes que yo le hecho al suelo no son de esos sintéticos, los que yo le doy a la tierra están llenos de microorganismos, bacterias y de seres que van al suelo para alimentarlo y luego ese suelo alimenta a la planta. ¡Sí mira pues lo lindo que es eso cuando uno aprende a conocer lo que hay en la tierra, sí ve que tiene vida! Es que la tierra para mí lo es todo».

En un arte de conectar cosas —como me dijo mientras cocinábamos—, comento una metáfora que se me ocurre al escuchar estas palabras:

«Ese suelo fértil es la sociedad, el sentido comunitario, son quienes nos rodean y construyen, y la planta es el individuo. Cuando se centra en sí mismo, solo en la plata, no hay ningún tipo de construcción, solo crece uno solo; pero cuando se piensa en el colectivo y se nutre ese suelo, está la posibilidad de transformar y dar vida a todo lo que se presente sobre ese suelo, cuidando a los otros nos cuidamos a nosotros mismos».

Carlos me mira con ojos de descubrimiento y me contesta:

«Es que, claro, cuando uno dispone lo que tiene y las ganas de hacer también para los demás, cuando se deja de ser individuo y se une uno en un propósito que hace bien a los demás, no es sino cosechar, todo se da».

La coherencia y fortaleza de sus palabras surgen de un cuerpo menudo, su altura no alcanza la malla de hierro que guarda a las gallinas, su piel relata tantas historias como senderos. La sombra que cae de su mentón le da una expresión seria e insinúa profundos saberes de la vida; sus ojos siempre brillan, como una gota de rocío iluminada por el sol.

Una vez sumido en las actividades que la agricultura orgánica demandaba, Carlos tendría que lidiar con lo que este cambio de condición conllevaría a su vida. Más complejo que la transición de la agricultura tradicional a la orgánica, fue el cambio de su mentalidad y las críticas que se avenían en ráfaga. El enfrentamiento de su verdad, embarcarse en una comprensión distinta y además una búsqueda de sí mismo con los otros trae ese peso de ser consciente y a la vez la alegría de la coherencia cuando se alinean los pasos al camino.

La agricultura orgánica se presenta para Carlos como un proceso de resistencia, cooperación y conciencia, todos estos dirigidos por el amor hacia sí mismo y todas las cosas que lo rodean.

Docentes y personas conocedoras del proceso de Don Carlos posibilitan la difusión de estos modelos, siendo la transformación de su vida un espejo en cada una de las personas que llegan a su casa: los estudiantes universitarios, seres inquietos por aprender, campesinos y niños, son espectadores y aprendices de otras alternativas de vida que se vinculan con la tierra.

Las charlas y las huertas colectivas en las cuales él es dirigente, son semillas que Carlos distribuye a través de la palabra y el amor, este último inscribiéndolo en la satisfacción de dar y la gratitud:

«A mí me gusta hablar muy gráficamente, quiero que me entienda, por ejemplo, cuando uno cuida una mata de caléndula, una mata medicinal, y una persona viene preguntando que qué le puedo mandar porque uno se vuelve como botánico, como un médico, confían en uno, y entonces cuando dicen que tienen una gastritis, una ulcera o una dermatitis, ya uno ha cuidado esa mata de caléndula y se la regala con ese amor que sembró la matica, y se lo da a la persona que lo necesita. Y cuando a los días llegan a darle las gracias a uno, uno siente esa satisfacción de hacerles bien a los demás. Uno se siente como todo contento».

Para mí siempre ha sido importante el significado que tiene el concepto «ese otro, el otro» para cada ser, y se lo pregunté. Me reconocí conmovida y esperanzada frente a la respuesta. Los otros para Carlos son todos esos seres diversos que hacen parte de un entorno, y así como existen son esenciales para el equilibrio de esta tierra que nos contiene, «no hay un otro que no tenga una función y una necesidad, la vida es un ecosistema donde hasta un pequeño insecto merece ser alimentado».

Don Carlos piensa que si un insecto es tratado como plaga el insecto será enemigo del cultivo, pero si se le da de comer hará parte del entorno, estaremos coexistiendo.

En su filosofía, él trabaja para sí mismo y para la tierra, una parte es para su producción y venta, y otra parte es para alimentar a los bichos que hacen parte de esta tierra que él también habita. Esto condensa en la simplicidad de un pensamiento en el campo todo el sentido de un acto comunitario, el discurso de don Carlos es la metáfora del ideal de la convivencia humana, y entiendo que para dignificar la vida solo tengo que ver a todos esos otros como a un sí mismo natural.

No existe palabra que exprese la admiración que tengo por don Carlos, es un hombre que ha trasgredido su historia de campesino raso convirtiendo su vida en un símbolo de respeto, amor, solidaridad y resistencia. Logró disponer de los obstáculos de su vida como oportunidad para recrearse y crear un mundo donde todo tiene un valor, todo es urdimbre en las lógicas de la construcción y la siembra. Su identidad de campesino y el lugar que le da a la tierra sobre su existir proponen una secuencia de motivaciones, lucha y oportunidades para hacer de este mundo un lugar para todos. Él, Carlitos, se me presenta como una luz.

En su morada y pequeño paraíso llamado Renacer, la compañía es un juego de viejos de hoja, verdes silvestres, cacareos de sus gallinas y una oleada de colores cantarines que visitan su cebadero. Este lugar es todo un escenario donde se avive el sentir y el hacer. Sus manos crean un tejido productivo de hortalizas, cereales, leguminosas, variedad de frijoles y maíz, papa,  e innumerables plantas medicinales. La diversidad de símbolos de vida que se manifiestan en esta tierra son solo una parte del rizoma de la vitalidad que habita a Don Carlos.

La tienda Hojarasca ubicada en El Carmen de Viboral, ha sido el espacio donde la cosecha de Carlos se esparce hacia la cocina de diversas familias que buscan maneras más sanas de alimentarse. Allí los frutos de Renacer y distintos productos venidos de otras redes de campesinos agroecológicos, son expuestos a la comunidad acompañados de una filosofía de conciencia, cuidado y solidaridad.

«Ya hemos hablado bastante de usted y han sido muchas las cosas que ha hecho con su vida, entonces, al final de todo este cuento ¿quién es don Carlos?». En la pausa de una emoción, Carlos cubre su rostro.

«Yo sabía que esto iba a pasar —me dice con voz temblorosa, mirando cómo descienden sus manos hacia sus piernas, buscando ocultar la humedad ya revelada, una lágrima se aplana en su mejilla izquierda–. Yo siento orgullo y yo solo soy un campesino. A mí me dicen maestro, me han conmemorado muchas veces. Yo estudié hasta segundo de primaria. ¡Imagínese! Y me dieron de una universidad de California un diploma de doctorado simbólico. Pero yo soy un campesino y me siento feliz de ser eso».

 

__________________________

Esta crónica se realizó como parte de una actividad del curso de Psicología política, dictado por las docentes Adriana Ospina y María Orfaley, en la seccional oriente de la Universidad de Antioquia.