La casa

Antes de escapar de Venezuela por una penosa situación económica, social y política, Belkis García y su familia empezaron a notar señales extrañas. El sueño de tener casa propia en la ciudad de Valencia se convirtió en una repentina pesadilla. Esa casa fue la primera en expulsarlos antes de salir del país.

Ilustración: Mariana Betancur.

Por: Belkis García

 

Era excelente, económica, cerca del centro de la ciudad, del trabajo, con un centro comercial grande a solo diez minutos de camino. ¡Y era nuestra!

Era una casa grande, vieja, techo de lámina, sin ventanas a los lados, sino unos calados; oscura. Se notaba que la habían pintado poco antes. Medía unos nueve metros de frente por doce de largo; atrás, un patio más grande que la casa, estrecho y largo, con muchos árboles, verde por todas partes.

Estábamos felices, siempre había querido mudarme a la ciudad y ahora, después de tantos años y tanto trabajo, finalmente lo habíamos conseguido, teníamos la casa. Mi esposo tenía el plano con las remodelaciones: dónde estaría el cuarto del niño, dónde iría el baño, cuánto necesitaríamos para empezar a remodelar… tantas ilusiones.

El techo estaba podrido, así que él tuvo que cambiar las láminas, no tendríamos preocupaciones cuando llegara la temporada de lluvia.

Hicimos la mudanza, tan felices de haber alcanzado aquel sueño anhelado.

Ese día amaneció oscuro, gruesas nubes amenazaban desde muy temprano, pero comenzó a llover en la tarde. Las gruesas gotas hicieron ruido en las láminas del techo, como si millones de piedritas se derramaran. No nos escuchábamos al hablar, tal era el escándalo.

De pronto, por encima del ruido del agua en el techo, otro ruido, más agudo, nos sobresaltó. Era como el de una olla a presión, corrimos para asomarnos por la única ventana que tenía la casa, al frente: una alcantarilla. La presión del agua hizo volar la tapa y un géiser de aguas negras se elevó frente a nosotros, incrédulos.

El río cercano se había desbordado y vomitaba su contenido putrefacto frente a nuestra casa. Aguas de cloaca inundaron la calle, subieron abriéndose paso a través del jardín, del estacionamiento, corría libre al patio. El nivel subió muy rápido, un metro de altura, impregnando con su olor nauseabundo todo lo que tocaba.

La casa se inundaba y no podíamos hacer nada para evitarlo. Dos horas después regresó la calma, la calle cubierta por una gruesa capa de barro negro, maloliente, algunas ratas muertas, montones de excremento humano en el centro de la calle y millones de cucarachas cubriendo todo. Pronto llegaron las moscas, cuando se secó el barro el viento levantó el polvo inmundo que entraba, implacable, para posarse sobre nuestras cosas. Lo más horrible: aquel olor del que no podíamos escapar en ningún rincón de la casa.

Las paredes húmedas comenzaron a llenarse de escamas, un polvo fino se desprendía de ellas, como lepra. No había nada qué hacer… aunque hiciéramos la casa de nuevo, no podríamos escapar de la inundación.

Un pensamiento comenzó a invadirnos. Teníamos que escapar de la casa antes de que volviera a llover.