La camioneta

Con una tasa de 81,4 homicidios por cada 100.000 habitantes, en 2018 Venezuela ocupó el primer lugar de la lista de los países más violentos de Latinoamérica, por encima de Honduras y El Salvador. Ese año 23.047 personas asesinadas. Belkis García, contadora de profesión, relata cómo su esposo Edison estuvo a punto de ser un dígito más en esa oscura estadística. Uno de los últimos acontecimientos vividos antes de sentirse obligados a abandonar el país.

Por: Belkis García

Ilustración: Andrés Mendoza

 

El cielo azul, no se asoma una nube, contrasta con las montañas verdes del fondo, hace calor, pero en la camioneta el aire acondicionado susurra y nos consiente con su frescor.

La situación del país se ha vuelto cada vez más difícil, varios robos violentos. Nosotros hemos tomado algunas precauciones: si yo estaba en la casa, Edison, mi esposo, me llamaba por teléfono, yo salía a toda prisa, habría el portón del garaje para que él entrara, sin detenerse, a la casa.

Son las doce y treinta, tenemos una hora para comer, así que estacionamos la camioneta frente a la casa, el sol cae de plano en la calle solitaria, siempre revisamos con precaución si hay gente sospechosa en la calle antes de detener el carro: jóvenes que no sean del sector, gente no conocida, seguimos de largo, damos una vuelta, esperamos un rato y luego volvemos a pasar.

Ese día no había nadie.

Edison baja primero. De repente, de la nada, aparecen dos hombres jóvenes, uno se acerca a mi esposo, el otro bordea el lado derecho de la camioneta, hacia mi puerta. Bajo rápido, me embarga el miedo, me escabullo antes de que me acorrale, llego frente a la casa del vecino.

Desde allí escucho a mi esposo hablar con voz pausada, apenas audible. Le habla al hombre, entregándole las llaves:

—Llévatela, tranquilo —le dijo.

Me asomo al estacionamiento del vecino, el policía:

—¡Ayuda, nos están robando!

—¿Cuántos son? —me pregunta, deslizándose agachado para impedir que lo vean.

—Son dos —respondo en un susurro—. El policía entra a su casa.

Vuelvo a salir, aterrada, el joven se acerca, mostrándome una pistola grande y negra, me apunta al estómago y pregunta:

—¿Quieres que lo mate? —refiriéndose a mi esposo.

—No —respondo con angustia, sintiendo un sudor frío corriendo por mi espalda, las piernas débiles, sin fuerzas para sostenerme, un temblor incontrolable sacudiendo mi cuerpo. La voz de Edison, suave, llama al hombre:

—Chamo, déjala, no le hagas caso, ella es muy nerviosa, llévate la camioneta, tranquilo.

Lo veo, le ofrece su cartera al delincuente, tan calmado, no lo puedo creer. Un nudo en mi garganta, el corazón a toda velocidad quiere salirse de mi pecho y él tan aplomado, solo les pide que se lleven le carro.

Uno de ellos, con voz amenazadora, le pide el celular, pero mi esposo no lo tiene, él me lo había dado a mí un momento antes de llegar a la casa para llamar a mi hijo, yo lo había dejado en el asiento de la camioneta.

—Dame el maldito celular.

—No tengo, chamo. Revísame si quieres —Y le muestra las manos, con la cartera. No se la quitan, solo quieren el teléfono celular.

Finalmente deciden irse. Se montan a la camioneta, no arranca. Una nueva ola de terror me invade, el arranque está un poco dañado, no es fácil de encender. ¿Y si se bajan y nos disparan? Vamos, vamos arranca, por Dios, que si se bajan nos disparan. Pero no nos movemos, paralizados los dos por el miedo.

De repente, el carro arranca y se van a toda velocidad.

Inmediatamente, una muchedumbre de vecinos curiosos sale de sus casas a preguntar lo que ya saben. Lo vieron todo detrás de sus cortinas. Me lleno de furia, nadie llamó a la policía.

El vecino policía al que pedí ayuda, arriesgando la vida de mi esposo, sale de su casa y nos dice:

—No pongas la denuncia, seguro te llaman y piden rescate.

Mi esposo sabe lo que tiene que hacer, tiene que poner la denuncia.

Entro a la casa y entonces comienzo a llorar, como si un manantial emergiera incontrolable de mi alma. Lo comprendo como si un rayo me tocara. Lo miro, ileso, y entiendo que en un instante casi pierdo al amor de mi vida.