Por: Rafael Galeano J.
El disparo fue certero, directo a la cabeza. Por fortuna, el proyectil no era de plomo sino un pedacito de tiza blanca que la profe lanzó a mi compañero de pupitre.
–Aterrice Sánchez –exclamó ella–. Repita qué fue lo último que dije.
Carlos Sánchez era el niño que se hacía a mi lado en cuarto de primaria. Estábamos sentados junto a una de las ventanas del salón, y la mayor parte del tiempo se la pasaba mirando por ella, con la vista perdida hacia la montaña.
Todos los compañeros de la clase rieron al unísono al ver el susto, producto del impacto con la tiza. La profe, nos preguntaba qué queríamos ser cuando grandes, pero antes de que él dijera algo, sonó la campana.
–Lo salvó la campana –dijo la profe.
Cuando salimos al patio me le acerqué y le dije:
–De grande voy a construir máquinas y a repararlas también, como mi tío. ¿Y vos? ¿Qué vas a ser?
–Seré escritor, como estos –entre sus útiles guardaba unos libritos de poesía muy populares en los años 60 y 70. De Gustavo Adolfo Bécquer, Rafael Pombo, Rubén Darío; y uno de Alejandro Dumas–.Voy a ser famoso –dijo.
–Estás loco, Sánchez, si es eso lo que vas a ser. Morirás de hambre –dije.
–Pero no tendré la ropa sucia, ni las uñas llenas de grasa como vos.
Reímos y gozamos como niños, haciendo burla de todo lo que íbamos a ser. Al año siguiente sus padres lo cambiaron de escuela y no volví a ver el niño que soñaba con ser escritor.
–Dígame que libro busca.
–Conversaciones con Dios, tomo tres –respondí sin levantar la mirada que tenía puesta en los libros de la vitrina.
–Se lo tengo, Galeano.
Al levantar la cabeza, no vi al hombre que me hablaba, vi al niño que quería ser escritor: Carlos Sánchez. El que soñaba con cuentos y relatos, rimas, poemas y novelas de aventuras y de amor. Antes de que yo dijera algo, él me estaba dando un abrazo.
–¡Qué bueno que no traes la ropa sucia!
–Y qué bueno que no te moriste de hambre –respondí.
Abrazados, reímos de nuevo los dos. Me contó, con algo de nostalgia, que nunca escribió nada y tampoco se hizo famoso. Pero ahora leía, comía y vivía por los libros, y eso lo hacía feliz. Aquel día en el patio de la escuela, burlándonos de lo que cada uno quería ser, nunca nos imaginamos que, sin ser escritor, sería yo, no Sánchez, el que contaría el relato del niño que soñaba con ser escritor.