Por: Adela Ortega
Fotografías: Omar Portela
Caminaba a buen paso. El afán es un virus pegajoso cuando uno llega al centro. Llevaba mis audífonos y el celular en el morral (bien cerrado) para sostener esa conexión, que vía la sonoridad me permitía cruzar la locura de las 5:00 p.m.
En uno de los lados del éxito de San Antonio, antes de cruzar la calle frente al Comando de Policía, fue necesario parar un momento. De repente surgieron varias personas que también parecían querer pasar, pero con más afán que yo.
Un nanosegundo bastó, todo transcurrió para mí en una cámara lenta que envidiarían hasta Los Supercampeones.
Ya era tarde cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Mientras los «transeúntes repentinos» formaban tumulto junto a mí, dos más completaban la tarea: uno abrió el bolso y el otro saco el celular.
Me habían robado con tanta habilidad que juro que alcancé a pensar ¡Que hijuemadres tan tesos!
Por supuesto saltó en mí la rabia y la frustración de esos instantes en los que uno sabe que nadie vio nada. Me observé a mí misma mirando para todos lados, desconcertada, y empezó la preocupación por la información que tenía allí.
Después de rastrear el teléfono y ubicarlo en una zona de ésas que poco quieres transitar, se lo comuniqué a la policía y ellos me dijeron que yo debía ir primero a corroborarlo, y después de eso los podía llamar para que me acompañaran.
Me queda un sin sabor enorme que me hace pensar en la fragilidad, en que nos hemos tragado el miedo entero, en que así se vetan lugares de la ciudad y esa es una decisión política; en la impunidad que en este pueblo abunda más que la arepa y una idea más aparece como coro de fondo: ¡Agúzate que te están velando!
Pero me resisto, quiero profundamente a esta Medellín «en la que tanto vivo y en la que tanto muero», como decían los nadaístas. A pesar de todo y a veces con el alma rota por toda su exuberancia sigo confiando ella. Y mejor no digo más, pues tengo que irme para el centro.
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